Pasear, dejarse llevar por calles atestadas en las que desembocan otras menos principales y estrechas, menos vistosas, con pocas luces y establecimientos comerciales, más oscuras pero no más tristes, por donde acortan quienes van de paso o con prisa, sin tiempo para detenerse en escaparates, porque apenas hay, en transición hacia una cita u ocupación de la que esa pequeña travesía se convierte en un atajo alejado de la muchedumbre y su indeciso deambular. Caminas dejando atrás, es probable que de regreso al hogar, a una pareja irritada rumiando una dolorosa realidad que parecen no acabar de entender, los niños en sendos carritos, por la comodidad, llorando y gritando porque quieren lo que no pueden tener, quizás nunca, en parte debido a su egoísta voluntad y en parte a las limitaciones de unos progenitores provistos de unos gorros festivos que en otro momento lucirían ridículos en sus cabezas, también ahora, obligados por la caricaturesca inutilidad de su misma concepción justificando un modelo consumista que en estas fechas se multiplica por más de mil, un plus de felicidad que para todos no es igual; para unos es, para otros son solo las fechas y los hay que se toman estos días como un interludio necesario que relaja y diluye el absurdo frenesí de la vida cotidiana, evitando de algún modo que su locura nos vuelva más locos de lo que ya lucimos. Sin embargo, apetece dejarse embobar por esa chocante felicidad callejera que te lleva, de tropiezo en tropiezo, hasta un grupo de mujeres, con tantos años como ganas de vivir, reunidas en círculo entonando canciones populares en medio de una plaza abarrotada, siempre mujeres, al parecer las únicas capaces de hacer lo que en ese momento les apetece sin tener que pedirse explicaciones a sí mismas, porque jamás veríamos a grupos de hombres hacer lo mismo, ya que eso es de… no lo sabrían explicar porque su específica educación masculina les encamina hacia otros derroteros que por desgracia siguen ignorando y parece imposible que puedan alterar, o al menos preguntarse, ¿por qué no somos capaces de reunirnos en un corro y cantar, o es necesario estar ebrio para semejantes alardes de jovialidad? Lo mismo de siempre, pensamiento que se evapora al instante, en la siguiente calle, más tranquila y oscura, donde algunas parejas jóvenes contemplan detenidas, sonrientes y curiosas, una fachada recubierta, o tapida, de lo que a medida que te aproximas compruebas que son pequeñas notas ensartadas en numerosos alambres supuestamente anclados a la pared, una cubierta de diez o veinte o centímetros de grosor, si no más, envolviendo o decorando hasta ocultarla por completo la fachada del establecimiento; y entre las miles de notas clavadas de cualquier modo, en un cartel que cuelga de su pequeña entrada, puede leerse que estás ante la tienda de los deseos, seguido de unas pocas indicaciones a la hora de rellenar tu correspondiente petición, que después ensartarás en algún alambre libre haciendo sonar a continuación una campanilla que cuelga también del dintel… No puedo leer más porque nos jóvenes copan el acceso entre risas y promesas de un futuro que para ellos se prolonga mucho más allá de estas fiestas, al menos así lo esperan, lo sienten, y no es momento de inmiscuirse por mera curiosidad, aunque una mujer solitaria que baja por la misma acera sonríe haciéndoles saber en voz alta que ella ya lo hizo y aquí sigue. Toca cruzar la calle, sonriente por invento tan simple como entrañable y la mera ocurrencia de hacerlo público, y su masiva aceptación a la hora de dar carta pública a unos deseos que, ojala más tarde que pronto, la cruda realidad suele poner en su sitio evidenciando que en el fondo siempre se trató de eso, deseos que en la mayoría de las ocasiones son a sabiendas de la imposibilidad de su realización, o en su misma concepción, pero, bueno, ¿por qué no? No existe obligación y no cuesta soñar, como nada tiene que ver con los sueños la escena con la que me tropiezo tras la siguiente esquina, bajo la austeridad de una iluminación callejera interrumpida por una ambulancia de urgencias empantanada en medio de la acera, las puertas abiertas y una mujer en traje de faena atenta a lo que ocurre en su interior, interior que se muestra a mi paso y en el que pueden distinguirse a dos compañeros atareados sobre un pecho desnudo tumbado en una camilla que probablemente no lo está pasando nada bien, o quizás sea la última vez que puede mostrarse a la atención de quienes harán todo lo posible porque la felicidad del exterior, de estos días, no lo abandone definitivamente allí de donde no se puede regresar. Y mientras sigo caminando pienso en la injusticia del precisamente a mí, por qué injusticia, solo la confirmación de que se trata de la propia vida, su aleatoria e inexplicable bondad acerca de la que nada puede hacerse porque, si se nos había olvidado, tarde o temprano llega un momento en el que esta felicidad que ahora nos lleva nos deja.
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