De los casi ocho mil cien millones de almas que pululan por la corteza de este planeta con mejor o peor suerte -general y mayoritariamente peor-, y si quitamos del total un, más o menos, veinticinco por ciento de niñas y niños, queda un porcentaje de adultos de los cuales “solo un 1,5%” poseen más de un millón de dólares (los datos son actuales y fácilmente comprobables). Siendo un dieciséis y pico por ciento los terrícolas que poseen entre cien mil y un millón de dólares.
Luego viene un porcentaje de infelices, que tampoco es para tirar cohetes, que se apañan con entre diez mil y cien mil dólares, eso sí, a costa de dedicar su vida a una actividad denominada trabajo que jamás ha sido, es ni será lo que pretenden contarnos con la inevitable realidad de su existencia. El resto subsiste, que ya no es poco. Es decir, que la gran mayoría de la población mundial viene a este mundo condenada a sufrir a manos de unos pocos que han impuesto unas condiciones de vida en las que el trabajo es indispensable si uno pretende seguir respirando un buen número de años. Y no digo trabajo como una actividad gustosa y/o voluntaria en la que el sujeto en cuestión decide utilizar su tiempo curioseando, averiguando, creando, investigando, ayudando, colaborando y, en definitiva, intentando mejorar su propia vida, y ya de paso las de sus semejantes.
Porque desgraciadamente el trabajo, tal y como está establecido y conocemos, no deja de ser la manifestación de una violencia estructural impuesta, por vía sagrada o directamente porque sí, por una minoría -es fácil imaginar cual- con la intención de perpetuar una situación de dominio prácticamente invariable. Lo de la mejora e hipotética ascensión social gracias al esfuerzo del trabajo no deja de ser un cuento chino, muy parecido a la lotería, apoyado en los sueños inocentes de una gran mayoría que gusta ilusionarse con un “y si” profético que tiene a millones dejándose la piel e invirtiendo lo poco de que disponen en esperanza. Es cierto que de vez en cuando, tal y como sucede con la lotería, aparece algún afortunado que alcanza, por fin, ese objetivo -éxito, dicen- implantado en el cerebro durante los primeros años de vida, siendo prontamente pregonado a los cuatro vientos como ejemplo -cual zanahoria- para que el resto no desfallezca y abandone, también para que renueven sus benditas esperanzas. Porque ¿cómo podríamos vivir sin esperanza? Y que ese mismo trabajo acabe convirtiéndose en el único motivo por el que vivir, hasta tal punto que llegada la edad de dejar de trabajar el sujeto se siente tan abandonado y descolocado como perdido, deja a la famosa alienación marxiana en un juego de niños. Como también es probable que muchos consideren estas letras una completa gilipollez, ya que ¿qué vas a hacer si no trabajas? Igual solo tienes que abrir tu mente.
Y ya puestos a imaginar, cómo responderían los futuros neonatos si les preguntáramos a la hora de aventurarse a venir a este mundo, justo antes del feliz momento y con los datos estadísticos en la mano, aclarándoles también que el lugar y las circunstancias de su nacimiento son pasto del azar. ¿Cuál sería su respuesta? ¿Afirmativa o negativa? Qué porcentaje, con los números en la mano y la casualidad campando a sus anchas, se arriesgaría a nacer. ¿Queda todavía poesía en el hecho de acceder a este valle de lágrimas?