Mundo y vida (y viceversa)

Cuando a tu alrededor la enfermedad hace estragos incubas, cultivas, asumes o directamente sientes una perturbación temerosa tan imprecisa como compleja, o ficticia; una incómoda sensación que, sin poder impedirlo, preside o sobrevuela tanto tus actos como tus pensamientos. Además de un punto de culpabilidad por tu, hasta el momento, aparente buena salud, o no tan mala como para considerarla peligrosa o nociva para tus intereses, en este caso tu propia vida.

Se cierne sobre tu cabeza una sombría tela que, sin agobiarte por completo, no desaparece así como así; una nube o semioscuridad que solo el paso del tiempo disipará.

Un comentario al respecto acerca de tal situación, o estado de ánimo, no sé si instintivo u obligado, o merecido, es aquel de que esta vida es una mierda, por ejemplo; o que no tiene sentido, o es absurda, a lo que añadir innumerables adjetivos, ninguno positivo o esperanzador, que intentan dar consistencia sin conseguirlo a nuestra pobre incompetencia, indefensos ante la falta de respuestas a preguntas que desgraciadamente nunca son las adecuadas. Poco más ante la inevitable e imperativa presencia de la enfermedad y sus devastadoras y fatales consecuencias.

Pero la vida como tal no es la culpable de nuestros problemas, fracasos, humillaciones, caídas o congénita debilidad. Es cierto que nadie nos pide opinión sobre si queremos vivir, con toda la incertidumbre y contingencia que ello conlleva. La vida es un regalo, es lo que es y no hay nada malo en ella, todo lo contrario, es más un motivo de alegría y felicitación que lo contrario. Estar vivos significa ser y estar precisamente aquí y ahora, y percibir, y sentir, y sufrir, y disfrutar, y pensar, y de vez en cuando ser felices; pero no esa felicidad soñada o impuesta, tan intemporal como falsa, que intentamos prolongar en el tiempo a sabiendas de que es completamente imposible, sino esa otra felicidad que solo puede disfrutarse a pequeños sorbos, descubiertos y apreciados justo en el momento en el que llegan invadiéndonos, sentidos antes que gustados; una placentera y dulce sensación que puede llegar a ser un estado de ánimo, tan breve como intenso, para poco a poco irse diluyendo y escapándosenos.

El mundo es otra cosa. Además de todo lo existente también puede decirse de la propia especie, o de la sociedad que hemos creado como tal; y ahí cuestiones como bueno y malo si son más pertinentes, y en muchos casos justa su mención o denuncia

Como también las maldiciones e imprecaciones que, como decía más arriba, solemos proferir como consecuencia de los malos momentos que vienen aparejados con las enfermedades. Entonces sí tiene sentido quejarse del mundo, ponerlo a parir por carecer de las mínimas prevenciones para no dejar solo a ningún miembro de la especie cuando la vida no le sonríe. Porque este mundo sí lo hemos construido nosotros, quienes seguimos haciéndolo y perpetuándolo con nuestras propias vidas, incluidas la falta de respuesta a tantas carencias e inconvenientes que provocan las enfermedades, cuestiones siempre pendientes que deberían ser prioritarias entre nuestros objetivos como especie. En cambio, hemos construido un mundo mezquino y egoísta que dice muy poco de nosotros -o mucho, según se mire-, y eso poco es más que degradante como especie.

Entonces sí podemos valernos de la queja, que nos ayude es otra cuestión. Puede decirse que este mundo es una mierda por, todavía, seguir permitiendo que desaparezcan otros como nosotros, en muchos casos en la flor de la vida, sin poder hacer nada por ellos; sobre todo debido a nuestra falta de responsabilidad hacia nosotros mismos, nuestra indiferencia, cuando no simple abandono o desprecio. Todo esto sin salir de nuestros pequeños universos, familiares o locales, porque si alzamos la vista para mirar más allá de nuestro círculo la cosa no tiene nombre, en ese caso no se trata de preguntas a la búsqueda de respuestas, ni falta que hacen, solo queda incomprensión porque aún nos sea permitido existir como especie parasitando la corteza del planeta.

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