Bajo un cielo azul que apretaba arena y vegetación frente a un mar incansable el sol calentaba la casa que permanecía completamente cerrada, si es que puede decirse tal de una precaria construcción levantada entre las dunas a partir de restos ensamblados con más maña que fuerza, hasta el punto de conceder la seguridad y relativo confort para que el propietario, cuando nos la enseñaba, pudiera decir que aquella era su casa. Recordé a Antonio y me pregunté dónde andaría, ¿aún vivo? ¿refugiado entre unos hijos que, a tenor de su edad, consideraron con acierto que su padre debería estar donde ellos o hubiera gente con la que relacionarse y en cualquier momento echar una mano más que necesaria? Después de años en solitario en aquella enorme playa llega un momento en el que las fuerzas y el sentido necesitan algo más que carácter y voluntad.
El mismo sol que ahora va cediendo paso a las sombras entre amarillos, anaranjados, rojos, rosas, violetas… permitiéndonos irrumpir en su descenso y divagar con el inagotable rumor de las olas como fondo, marco permanente que acompaña miradas y pensamientos envolviéndolos en una especie de añoranza, reminiscencia o melancolía que en ningún momento tiene que ver con la tristeza. De nuevo allí, sentados sin más motivo que volver a disfrutar de un escenario único al que solemos alimentar con evocaciones y ausencias que, sin embargo, le son completamente indiferentes. Otro año, el mismo mar, otro atardecer que vuelve a antojarse único -como de hecho lo será-, junto a una compañía que probablemente deambula por senderos similares a los míos, sin apenas viento que pueda llevarse o eliminar las inevitables distancias. En esta ocasión no ha sido posible, existen otras tareas, ocupaciones, necesidades, decisiones, cambios de rumbo, elecciones o inconvenientes insuperables que condicionan todo presente; ausencias sentidas, pero no dolorosas, que se van diluyendo en una grata y continua ensoñación engalanada por una calma y una paz que no cambiaría por nada.
Se agolpan atropelladamente las imágenes de otros años bajo el mismo sol, otros ocasos, ninguno repetido o igual, la misma playa sobre la que el mar hace y deshace caprichosamente, a su antojo, extendiendo, recortando o accidentando la arena de su enorme superficie de la mano de vientos que se mueven bajo consignas y predicciones que creemos conocer. Ahora los recuerdos se entremezclan al azar junto a sus voces, desordenados, confundiéndose y confundiéndome, y la imaginación vislumbra siluetas contra el sol enzarzadas en alegres juegos y carreras que en más de una ocasión terminaron entre las olas. Sonrío feliz, sin pesar, estoy aquí y puedo sentirlo, y disfrutarlo ¿qué más se puede pedir a un tiempo que jamás es el mismo porque nosotros tampoco lo somos? No necesito palabras, nunca las necesité, tampoco ahora porque sería muy difícil lograr expresar con ellas tantas sensaciones.
Pasan caminando una pareja de mujeres con un par de jóvenes que aún no llegan a adolescentes, una corre de un lado a otro y el otro camina conversando cogido a una de sus madres; se detienen y reagrupan hablando y prosiguiendo la marcha de espaldas al sol, en sus cosas, otras vidas con un mismo fondo y otros significados, infinitos, en una sucesión interminable en la que todo cabe. Regreso a mi presente, nos miramos y sonreímos, también sin palabras, ¡ah! el sol, a punto de…