Escenas de playa

Él se aproximaba con evidente desidia, tanto en los pasos como en el gesto, sin llegar a abatido pero sí aburrido, o hastiado, cansado de esas trivialidades que constituyen el día a día y que nada tienen que ver con los hechos excepcionales, con la juventud, con las heroicidades, con las aventuras que tantos hombres venden en las redes y medios sociales o dicen llevar a cabo sin que nadie sepa en el fondo para qué o con qué sentido; o simplemente no son ciertas y solo intentan mostrar un vulgar y zafio postureo tan hipócrita como vacío.Vestido de arriba abajo de un negro venido a menos, deslustrado, de cualquier modo, una especie de chándal demasiado ceñido en el que sobresalía una tripa que ya no tenía remedio, y probablemente iría a peor. Es lo que tiene para algunas personas haber dejado atrás la cuarentena, que hasta el alma se entristece y se es incapaz de mantener una sonrisa medianamente sana, o sincera, o simplemente un aquí estoy, es lo que hay. A pesar de las canas, que ya pintaban junto y sobre las orejas, sostenía el escaso vigor de su presencia en este mundo un perro blanco, bastante grande, que requería la mínima atención que era capaza de extraer de su apostura, la justa para llevarlo de la correa y acoplar al animal bajo la mesa antes de sentarse en la primera silla que tuvo a mano. Completaba el conjunto una mariconera colgada en bandolera, literalmente pegada, que se adhería a su cuerpo como si fuera una parte más de su generosa cintura. Todo ello si gestos ni palabras, tal que un autómata funcionando por control remoto.

Ella, algo más joven y ya a punto de caerse de la historia, venía detrás, ataviada con prendas de la marca “prácticas” indispensables para un día a día de tralla, como todos los días, arengando a una niñita de unas siete primaveras y empujando un carrito con un bebé que no llegaba al año, además de portar en su generoso vientre otro hermanito, o hermanita, que no tardaría de hacer su santa aparición en lo que a partir de entonces ya se denominaría una familia numerosa. Sin palabras, como era de esperar, la mujer sentó a la niña, hizo un hueco para el carrito y echó mano de esa socorrida bolsa para todo que ofrecen los cochecitos infantiles, estupendas para satisfacer las precauciones de los padres más previsores. Y sin solución de continuidad dispuso sobre la mesa la impedimenta necesaria para preparar un biberón en toda regla, ella sola, sin tiempo para desprenderse de ninguna prenda y ponerse cómoda, otra de esas heroicidades cotidianas que tan pocos seguidores tienen en las redes sociales. Con experta presteza dio carpetazo a lo más inmediato, la comida del bebé, mientras el varón echaba alguna lánguida ojeada al can e intercambiaba con el camarero unas palabras que probablemente tuvieran que ver con la comanda. Poco más. Miradas al vacío, mental más que existencial, de uno, e incesante brega rebosante de cautelas, atenciones y disposiciones respecto a su vástagos por parte de ella. Entre ellos, cero. Hasta que llegó la paella de rigor y ella, como no podía ser de otro modo, tuvo que levantarse para servir a cada uno su correspondiente ración, él, por supuesto, primero, y así sucesivamente.

Que todavía haya que soportar este tipo de espectáculos públicos no deja de llamarme la atención, también sé que en nada deberían de afectarme porque cada cual puede hacer y vivir como le salga de ahí mismo. Pero todo lo que uno cree saber, ha leído o se ha informado al respecto, aquello de los increíbles cambios en las relaciones de género en nuestras adelantadas sociedades occidentales, son solo eso, palabras vacías, propaganda verbenera y reaccionaria que llena páginas insustanciales ofreciendo falsedades que la realidad más prosaica desmiente una mañana cualquiera. Sigo preguntándome en qué piensan algunas mujeres.

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