“Maqueao” de arriba abajo, lavado, peinado y pulcramente vestido -para trabajar pero en bien-, abrió la puerta como de costumbre y saludó mirando al tendido que en ese momento éramos tres, quienes contestamos de desigual suerte a sabiendas de que nuestras respuestas le serían por completo indiferentes; una vez que entraba los presentes automáticamente callaban y ensombrecían predisponiéndose diligentemente para el parlamento del día.
Es cierto que los buenos deseos iban por delante, aunque expresados de una forma que no a todos sentaba de igual manera, el uso de una serie de groserías dichas en lo que él consideraba un tono campechano no siempre eran recibidas como tal. A partir de entonces y sin que nos diéramos cuenta el tiempo comenzaba a volar rápido como el viento y la semana también, ya era sábado y no estábamos allí, sino cada cual donde a bien tuviera. El trabajo, esa minucia que nos hacía coincidir, resulta que era una incidencia, una faena que en cuatro capotazos quedaría medio liquidada dejándonos a las puertas de la jubilación. El arte del maestro nos ponía ante el precipicio del retiro más felices que unas pascuas, a un paso del paraíso en la tierra. En este último apartado, como no podía ser de otro modo, también nos ilustraba como cabía, haciéndonos ver nuevamente que los astros, por las buenas o por las malas, siempre le sonreían. Privilegiados, asistíamos embobados al despliegue de una vida ideal en la que todo encajaba a la perfección; y ¡ay! del que inconscientemente intentara comparar la propia con la del afortunado que teníamos delante, incansable a la hora de aseverar y gestualizar con todo el cuerpo. Lo cierto es que en apenas quince minutos quedábamos a un paso de la depresión, vista la desgraciada existencia que nosotros, patéticos mortales, arrastrábamos a trancas y barrancas creyendo que era vivir; unas existencias despreciables, casi dignas de lástima. ¡Qué pena no poder nacer nuevamente para rectificar y seguir ejemplos tan ilustrativos como el que teníamos delante sin cerrar la boca!
El más cabrón de los tres, que hasta ese momento atendíamos en prudente silencio, decidió tirarle de la lengua preguntándole por sus hijos. En ellos la perfección era casi divina, es cierto que con alguna que otra sombra pasajera que tenía más que ver con la edad que con cuestiones de peso, nada preocupante. A la hora de la verdad los chavales tomarían las decisiones correctas, de eso estaba completamente seguro, de lo contrario se las verían con él. Como no tenían un pelo de tontos, por eso eran hijos suyos, en el fondo sabían que padre siempre llevaba razón; tenía sus cosas pero nada importante, a la hora de la verdad los hechos hablarían por sí solos.
Pero llega un momento en el que el trabajo te tira de las orejas y tienes que cumplir con lo que toca, regresábamos con discreción a nuestras respectivas labores y el tipo, allí plantado, no parecía darse cuenta porque seguía con su muestrario de bondades elevadas al cubo. Hasta que el de menos tacto de los tres, el en apariencia más formal le soltó en un suspiro… ¿No tienes nada que hacer? Había dado un paso hacia adelante y uno de sus brazos aparecía en ángulo recto explicando algo de la novia del mayor. Ni siquiera fue un punto de inflexión, de pronto detenido, la mirada entre bobalicona y confundida, sin reprise para convertirse en amenazante e instintivamente más torpe que violento el resuello le alcanzó para recoger la bolsa y largarse cerrando la puerta tras de sí con lo que tampoco fue un portazo. No hubo palabras entre nosotros, tampoco las posibles consecuencias eran motivo de preocupación, la próxima vez ya se le habría olvidado y volvería a entrar tal cual. Hay gente que si no es para hablar de sí no sale a la calle.