Thanos y Daenerys

No es casualidad ni simple coincidencia que dos de las ficciones de la cultura popular más conocidas y seguidas a nivel mundial tuvieran un desenlace similar. Las dos últimas películas de Los Vengadores y el final de la última temporada de la serie Juego de Tronos mostraron, una vez más, de qué pasta estamos hechos, como también la recurrente monotonía de nuestros sueños.

En ambos casos el enemigo a batir, independientemente de giros de guion más o menos inesperados, eran dos espíritus iluminados por una única y obsesiva verdad, también la misma, la conquista de un mundo mejor que definitivamente pondría fin a la maldad y el caos que desde el inicio de los tiempos viene conduciendo a la humanidad por la calle de la amargura. Se da por supuesto que para proyectos de tal envergadura es esencial tener el poder, todo el poder, posesión también indispensable a la hora de ejecutar la última exigencia antes de alumbrar el paraíso soñado, la destrucción de media humanidad; tarea o pago proporcional al esfuerzo requerido para alcanzar la cima del mundo. Tanto el supermalvado definitivo como la madre de dragones (Thanos y Daenerys), se sienten puros e invencibles en su deslumbrante paranoia, aunque su empeño no alcanza a entender que el resto de los mortales no lo vean de igual modo, incluida la necesaria muerte de miles o millones de inocentes, e intenten interceder con tal de evitar el justo castigo a una secuencia de errores repetidos desde que la historia es historia; punto final antes de regalar al resto ese mundo nuevo.

Es el necesario y siempre cuestionable pago de justos por pecadores -o, como se dice ahora, los inevitables daños colaterales. La forzosa y redentora destrucción de Sodoma y Gomorra o el arca liberadora que Noé se vio obligado a construir para salvar a la humanidad de sus pecados, ejemplos ambos, entre otros muchos castigos y penitencias, que nuestro cristianismo predica como preámbulo a su celestial paraíso. O, rizando el rizo, la vida de esfuerzos y sufrimiento que hemos de afrontar por el mero hecho de nacer, pago previo antes de ascender a un cielo que, sin embargo, no existe; tal vez por eso lo sitúan después de la muerte.

Porque el poderoso, para hacerse respetar, necesita de exhibiciones ejemplares que fomenten el escarmiento, el temor y la sumisión, además de desconfiar de la clemencia, da igual si suplicada por amigos o enemigos; prima la instintiva propensión a la venganza tan característica de la especie, el tanto costó tanto hay que pagar -el ojo por ojo o la prisión perpetua. Al fin en el trono el vencedor, tal que un dios, no puede mostrar piedad o compasión porque ello significaría vacilación y debilidad, detenerse a escuchar y, en última instancia, un posible menoscabo a la magnificencia de su poder; o lo que es peor, un semillero de dudas en cuanto a la consistencia y solidez de su voluntad.

La humanidad siempre ha necesitado dioses, héroes y vencedores que la estimulen allí donde no se atreve. Superar al otro, sobresalir y si es preciso traicionar, por eso vivir es luchar, competir. Qué haríamos sin el sabor de la victoria, sin ese vencer diario al vecino de al lado.

Sin embargo y de vuelta a la ficción, una vez descabalgado el malvado de turno apenas hay tiempo para el epílogo, el breve colofón final es un futuro sugerido nada atractivo, probablemente porque en él no tienen cabida ni los héroes ni los dioses. Por eso tampoco es casual que los antagonistas y a la postre vencedores de tan arrogantes iluminados sean hombres y mujeres corrientes navegando en un mar de dudas, capaces de colaborar, ceder y compartir y entre los que siempre caben simpáticos histriones, frívolos y de buen corazón como el sufrido Tony Stark, o puteros, bebedores, inteligentes y leales enanos como el menospreciado Tyrion. Tal y como somos, son estos últimos quienes, curiosamente, nos han hecho llegar hasta aquí, aún en contra de nuestra más íntima voluntad.

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario