Estudiar

Tal vez sea casualidad que a quien le gusta estudiar puede permitírselo y, por el contrario, quien no puede permitírselo o lo haría a costa de un gran esfuerzo familiar resulta que no le gusta estudiar, lo que da lugar a la inevitable pregunta de qué es antes ¿el gusto por estudiar o el tema económico? además ¿hay quien pueda afirmar sin ruborizarse que el gusto por estudiar es siempre anterior al poder permitírselo?

Nos hemos habituado a creer que este tipo de decisiones son completamente libres, personales y razonadas, al margen de la posición social que ocupe el afectado -lo que antes desagradablemente se denominaba clase- y del acceso material y/o económico a los estudios; pero lo más justo sería decir que nunca ha sido así, sino que lo que creemos una cuestión de voluntad o carácter individual es consecuencia, en cambio, del sibilino funcionamiento de unas bien ancladas estructuras de clase que siguen manipulando -otra desafortunada palabra de sonido poco cristiano- todo lo que tiene que ver con las preferencias y las desigualdades sociales en cuestiones educativas. Bastaría con que nos observáramos desde fuera para advertir su presencia, entonces nos veríamos con la misma objetividad y alarma con la que, como occidentales, nos escandalizamos porque en India siga habiendo castas de parias condenados a vivir marginados en los últimos escalones de la sociedad, sin derechos ni beneficios, porque los dioses de turno así lo prescriben. Lo mismo sucede por aquí, con el agravante de que a nosotros nos gusta creer que somos dueños de nuestro destino, o así nos lo hacen entender. El propio sistema educativo nos viene adiestrando en esa creencia o convicción desde el jardín de infancia, sobre todo ofreciendo infinidad de salidas falsamente opcionales con el fin de que seamos nosotros mismos, ante el primer problema económico o de aprendizaje, los que libremente optemos por la puerta en lugar de preguntar por qué se repiten los problemas y no se solucionan de una vez. Así, decidimos en última instancia que al chaval simplemente no le gusta estudiar y su expulsión del sistema pinta voluntaria.

Luego ¿realmente es una elección propia dejar los estudios? ¿por qué ha de ser un fracaso si nunca se dieron las condiciones para el éxito, como son el acceso a las consiguientes mejoras o a la posibilidad de recuperar lo perdido? No hay que olvidar que la mediocridad no es privativa de una clase, lo que sucede es que quien no dispone de medios económicos la acaba haciendo suya y hasta creyéndola merecida y, en cambio, quien dispone de medios ni siquiera repara en ella, sencillamente porque no entra dentro de sus presupuestos, tampoco como traba o impedimento, porque al final y de un modo u otro el resultado siempre será el esperado, el que corresponde por clase, no importa la elección, la idoneidad o las capacidades personales.

Solo queda aceptar dócilmente que existen otras opciones a la hora de labrarse un porvenir al margen del estudio, aunque siempre inferiores; también podemos conformarnos autoconvenciéndonos sin ningún pudor de que los estudios están sobrevalorados o que tanto interés por estudiar es debido a esa moda de la “titulitis”. Además, ahí están las empresas, suspirando por una mano de obra barata, dócil y de baja cualificación, con pocos o sin ningún estudio; porque no hay que olvidar que la cuestión de fondo sigue siendo la necesaria existencia de un ejército de reserva poco capacitado que presione a la baja en contra de los que tienen la fortuna de tener un trabajo, cualquier trabajo, presión que obliga a servir por cada vez menos so pena de ser rápidamente sustituido por otro en peor situación.

Pero, y no debemos olvidarlo, quienes tienen hijos en edad de estudiar y pueden hacerlo estudian, y además les gusta.

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