“Música de los ochenta y noventa y copa en vaso, sin niñatos ni reguetón”, nos asalta uno de tantos que ofertan copas y locales a estas horas de la noche, lo que indudablemente viene a decirnos que, aunque pretendamos, nuestro aspecto nos delata, o nuestros rostros, esos que vemos cada mañana sin que a primera vista advirtamos los cambios, los mismos de hace unos años y por los que parece no pasar el tiempo -queremos creer-, pues nuestro pensamiento sigue igual de fresco y nuestros gustos y opiniones también, plenamente actuales, hasta el punto de que no nos diferencian del resto, como uno más; pues no, no es lo que creemos, sino que la realidad y los demás nos pondrán en nuestro sitio y tal vez tendremos que revisar nuestras creencias y educadamente retirarnos a un lado. Aunque viendo al tipo del taxi, hundido por la cogorza en lo más profundo del asiento trasero, nuestra situación es bastante mejor, sobre todo porque la experiencia nos ha enseñado que no hace falta llegar a esos extremos y porque con los años uno tarda bastante más en recuperarse; pero el vehículo sigue detenido en medio de la calle con la puerta abierta y los colegas gritándole para que salga de una vez ante la indiferencia o resignación del taxista; cosas que pasan. Seguimos caminando mientras la escena prosigue a nuestra espalda, sin fin próximo. ¿Quién inventó eso de las despedidas de soltero/a? Porque no hay nada más deprimente que ver a una manada de veinteañeros disfrazados como imbéciles -cualquier niño de cinco años podría ser su padre- deambulando de un sitio a otro entre gritos y supuestas gracias que no harían reír a un circo de chavales pagados para desgranar carcajadas a cualquier precio; una imagen penosa que se repetirá a lo largo de la noche, como probablemente penosos serán sus futuros matrimonios; personas que viven en función de gracias sin gracia y desvaríos sin pies ni cabeza hasta que alguien las borra sin misericordia y el mundo sigue más feliz, si cabe. En una zona de terrazas un viejo de barba y cabello blancos intenta ganar algún dinero echando las cartas a la gente sentada, va de mesa en mesa hasta que el dueño o encargado del siguiente local le pide por favor que no moleste a los clientes, lo que lleva al anciano a esgrimir sus derechos a circular por un lugar público y preguntar a quien quiera, él no obliga a nadie. Cuestión de derechos, los de cualquiera a moverse por donde le apetezca y los de los propietarios intentado evitar las presencias inconvenientes y/o molestas, para ellos más que para los mismos clientes. Pierdo de vista la discusión cuando caigo en la cuenta de un joven con mochila a la espalda, en la que puede verse rotulado el nombre de una de esas compañías de repartidores a cualquier hora y a cualquier precio, que parece buscar algo o a alguien en el barullo de las terrazas; hasta que de una de las mesas una joven pareja que beben cubatas le hacen una seña, sorteando mesas y sillas llega hasta ellos y les deja los bocadillos envueltos en bolsas de papel, pagan con el móvil y el repartidor desaparece. ¿De verdad es tan necesario movilizar a una persona entré el tráfico de la ciudad a las tantas de la noche porque te apetece un bocadillo y no quieres moverte del cubata? Cuando solo caminando unos pasos puedes acceder a infinidad de establecimientos que ofrecen comida de todo tipo. ¿Tan necesario es aprovecharnos de uno como nosotros, necesitado de un sueldo de mierda, porque no nos apetece dar tres pasos para pedir lo que se nos antoje en la barra de enfrente? ¿Hasta dónde pretendemos llegar? ¿Qué tipo de indolencia se transforma en derechos que más bien parecen humillaciones?
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