Comer

La continua ofensiva de diletantes, aspirantes y expertos en las artes culinarias que nos invade no parece que vaya a cesar, todo lo contrario, a los programas de relleno protagonizados por cazos y cacerolas se le han sumado los concursos televisivos en los que cualquiera que sepa coger una sartén con una mano sin que se le caiga al suelo se siente con serias aspiraciones a futuro chef, nada de cocinero, eso es una vulgaridad de la que no hacían gala nuestras madres, lo de hoy tiene más pedigrí, como también puede ocurrir que dentro de poco sea una vergonzosa ordinariez pronunciar en una laboratorio culinario palabras como comer, beber, alimentarse, alimento o alimentación ¡puaj! Mientras, la población asiste entre ajena y aburrida a esta invasión plagada de valerosos emprendedores que, con su correspondiente sartén en la mano, buscan -mejor con la ayuda de la bendita televisión- la fama que no saben apreciar en su justa medida amigos y allegados. En el fondo, tal descenso a fuegos tan básicos, siendo prudente, resulta patético, este retroceso al materialismo de fogón es bastante significativo de lo que viene ocupando las cabezas de unas personas a las que no les parece suficiente hacer felices a los demás con su trabajo y necesitan que alguien les diga, o celebre y aplauda, que su verdadera vocación está en otro lugar y de la mano de aptitudes más estilosas, luego lo que hasta ahora han venido haciendo con su vida ha sido perder el tiempo. Porque lo verdaderamente interesante y estimulante hoy es que una sandía sepa a entrecot de ternera, con estos mimbres no quiero pensar qué cimas tan espléndidas aguardan a la humanidad, eso sí, este no es un terreno apto para todo el mundo, los anticuados que todavía piensan que comer tiene que ver con ingerir una serie de elementos indispensables para que el cuerpo se desarrolle de forma óptima y con ello llevar una vida sana y feliz siguen sin enterarse de por dónde se mueve la actual restauración ni alcanzan a comprender los caminos tan especiales que transitan tales artistas para lograr tan hiperbólicos manjares y, por supuesto, tampoco entienden que tales empresas no se pueden pagar como si fueran una vulgar y corriente comida más. Hasta que la burbuja explote.

Hay historiadores que han intentado indagar en las peculiaridades de pueblos y sociedades antiguas o desaparecidas a través de su alimentación, pero ello formaba parte de un estudio exhaustivo general en el que cada parcela ofrecía su modesta contribución al devenir y la evolución de la población objeto del estudio; cada faceta de su cultura, como es la alimentación, colaboraba en su justa medida, pero, que yo sepa, sin intentar hacer de alguna de ellas la clave sobre la que se levantó o hundió el imperio en cuestión. La actual avalancha tardoculinaria de relumbrón que ocupa primeras páginas de periódicos y revistas, principales horarios en televisión y mejores destinos en ciudades y países, en cambio, pretende que la cocina deje de ser una cocina para convertirse en la Capilla Sixtina del espíritu, un recinto no apto para todo el mundo que lleva incorporados una serie de requisitos que, salvo contadas excepciones, dejan ver unas intenciones más que aviesas en forma de una huida hacia adelante en la que el bolsillo, para variar, es fundamental; en muchos casos esta “alta cocina” significa altos precios no muy asequibles para una gran parte de la población -lo que inevitablemente obliga a una selecta criba de paladares-, los que no lleguen han de reaprender a comer o quedarse con hambre si intentan adaptarla a su bolsillo; mejor no hablar del tiempo para acceder a tan variada y exótica despensa y las ganas para prepararla -¿se dice así?- después de un duro día de trabajo, si es que uno trabaja. No sería nada extraño que al final resultara que no todo el mundo dispone de un paladar genéticamente preparado para saborear semejantes néctares, hace falta educación, cultura, modales, reservar con antelación y admirar con arrobo a tan doctos malabaristas de la vitrocerámica -¿o la vitrocerámica ya es una antigualla?

Por eso nadie se extrañó hace unas semanas al leer en la prensa que unos supercocineros españoles, vascos para más señas, hoy no hay que menospreciar matices tan importantes, encandilaron a las superinteligencias del MIT (Massachusetts Institute of Technology) con un despliegue de sus artes en el que “los asistentes degustaban una ‘carne muy dulce’ que resultaba ser una sandía deshidratada…”

Ya puestos, podían desmolecularizar y desatomizar cualquier órgano u organismo bioquímico-celular susceptible de ser catalogado y administrado como posible ingesta deconstruyéndolo hasta reatomizarlo y resintetizarlo en esencias fotovolátiles que sólo los expertos hipersentidos de macroorganismos con apariencia humana serían capaces de disfrutar en toda su plenitud. El resto, en nuestra habitual ignorancia.

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