Recuerdo una conversación hace años en la que un conocido me contaba que él sólo iba al cine para disfrutar, para admirar personajes y situaciones que no suelen darse en la vida real, demasiado triste y dura como para meterse en una sala oscura a soportar lo mismo que acabas de dejar fuera, lo que entonces me llevó a pensar que con lo propensos que somos a refugiarnos dispersándonos cuando no sabemos qué hacer o cómo enfrentarnos a una realidad que constantemente nos supera este hombre no fuera, ni sea, la única persona que practica semejante proceder. Tan curiosa declaración de principios me hizo sonreír en un primer momento, luego no tanto, puesto que siempre he pensado que el cine es otra forma de acercarse y mostrar el mundo en el que vivimos y hacerlo con arte, ahí es precisamente dónde, creo, reside su interés. Algo parecido debe sucederle a esos otros que gustan ojear revistas donde se cotillea en la vida y aburrimiento de aristócratas, famosos y arribistas de moda -supongo que con dinero aburrirse sabe distinto- a sabiendas de que casi todo de lo que se cuenta en ellas es falso, tal vez porque ver materializadas en papel satinado tan lujosas mentiras las hace un poco reales, y mientras va pasando páginas el admirador o admiradora fantasea imaginando que su vida no es tan agobiante e inútil si puede disponer de esos minutos para envidiar a otros de su mismo aspecto tan ufanos en el reluciente comedor de su casa. También le ocurriría algo semejante a la gente que frecuentaba aquellos programas de televisión -ignoro si todavía existen- en los que famosos y gente sin ocupación definida abrían sus residencias orgullosos no sé si por mostrarlas para fomentar esa memez de la envidia sana o por negocio, más bien parecía que el dinero ganado con ello era suficiente para soportar el trasiego del montaje; aún pueden verse programas o secciones similares en algunos diarios de tirada nacional en las que los mismos de entonces y otros nuevos o más recientes, modernos o con menos glamour, se encargan de descubrir al simple ciudadano que los sueños son posibles a pesar de todo, que su desgracia no viene sola y que si ellos pudieron conseguirlo, nada se menciona de los medios ¿por qué no va a poder hacerlo él? Ignoro cuál es el mensaje que queda después de tanto ejercicio masoquista, o sí, seguir soñando vía quinielas y loterías.
Esta especie de religión terrenal y sus numerosas variantes dedicadas a generar grandes tiradas de ilusiones mediante la pública difusión de infinidad de pequeños y particulares paraísos en la tierra, generadores de multitud de relajantes, efímeras y nada peligrosas satisfacciones de andar por casa que nada tienen que ver con las magníficas glorias que ofrecen las grandes religiones para mucho más tarde, cuando ya no haya deseo, permiten a mucha gente tener a mano algo tangible que llevarse a la boca, soportar sus días y alegrarse la vista sosegando sus espíritus y suspendiendo temporal y gratamente esas vidas propias tan incómodas y fatigosamente personales. Porque no deja de resultar curiosa esa afición a fijarse en las cosas de los otros con más pelusa que admiración, siempre los objetos, lo más fácilmente accesible y que no exige conocimiento o esfuerzo, tan solo calmar el excitante e inacabable placer de poseer -el deseo más íntimo y anhelado- lo que tienen otros pero sin ser aquellos, porque en el fondo cada persona tiende a considerarse a sí misma la mejor y con las mismas o superiores capacidades, lo que sucede es que no tiene suerte; también están los que ni siquiera se consideran, lo que no sé si es peor.
Ese interés o impaciencia por desembarazarse de la propia vida dice tanto como calla, habla de una maldita resignación que a duras penas puede soportarse con un mínimo de cordura y que obliga a sobrevivir, en muchos casos en contra de la propia e íntima voluntad, condenados a ir muriendo segundo a segundo con el secreto y doloroso convencimiento de que cualquier tiempo es tiempo perdido que compromete a la obligada servidumbre de tener que gastarlo sin un por qué o para qué creíble, o al menos decentemente asumible, en constante recelo o intimidados por tener que asistir como simples espectadores a un único y mismo espectáculo que nunca satisface por completo, con más sospecha que deseo, con más envida que salud, con más angustia que verdad.