(USA) y 7. El hombre de Coney Island (1)

A lo largo del paseo marítimo el sol y la gente comenzaban a marcharse, como la tarde, también el verano, nada extraño en Septiembre, todavía apetecía un baño o había sed para otra cerveza, o para darse una vuelta por nueve dólares en la montaña rusa, ese invento de aspecto antediluviano que parece a punto de desarmarse. Muy lejos de tendencias y glamour, o del mismo Lincoln Center, esta parte de la ciudad es otra ciudad, el mismo mundo pero con otros rostros, otros planes, otros ritmos, otros horizontes. Desde el tren elevado, de camino hacia aquí, la ciudad nunca desfallece, ni se diluye o disgrega, todo lo contrario, se va comprimiendo y abigarrando en una ininterrumpida sucesión de calles, callejones, patios de atrás, terrenos y lugares fronterizos, no existe la tierra de nadie entre tanto edificio -no muy altos- o construcción levantada de cualquier modo; carreteras y autopistas, vehículos, infinidad de vehículos, tanto circulando como aparcados o acorralados en cualquier superficie catalogada como útil a la hora de encastrar un volumen sobre cuatro ruedas, de tal modo que uno siempre se pregunta cómo lo han hecho, cómo lo han encajado entre aquellas cuatro paredes, o cómo se ordenan los autobuses escolares puerta con puerta en una especie de descampado enmarcado por muros de ladrillo sin enlucir, o los camiones de reparto, para que sea casi imposible distinguir el suelo entre ellos; también se ven pequeños jardines o parques asediados, campos de entrenamiento, algún cementerio -enorme- y muchos techos y cubiertas planas de edificios -que no tejados- bastante envejecidas, la gran mayoría pobladas de aparatos de aire acondicionado camuflados bajo las pintadas, -entonces te imaginas una competencia brutal entre individuos o bandas rivales dedicados a pintar techumbres o cualquier objeto que sobresalga por encima de su superficie, probablemente para deleitar la vista del distraído que viaja en el tren. Y tras la enorme estación llena de hierro la playa y el mar, un pequeño paseo hasta acercarse a la arena y adivinar si el agua está fría.

Te has sentado y comienzas a mirar alrededor, lo ves sin fijarte, luego te fijas, frente a ti, en el otro extremo del paseo, pero no sabes qué está haciendo, ni te preocupa, todavía con poco tiempo para que puedas juzgarlo como extraño, pero no, no es extraño, es otro homeless más, este vestido tan solo con lo que parece un pantalón corto o un bañador, tostado por el sol, su cuerpo y al parecer también su mente, moviéndose sin motivo ni orientación alrededor de sus posesiones amontonadas en un carrito de supermercado, una sombrilla, una alfombrilla… calzado con unas enormes botas de básquet que en ningún momento fueron suyas, ahora supongo que sí, risible y enternecedor, completamente solo, abandonado, también de sí mismo y a primera vista feliz; gesticula y habla consigo mismo, conversa o razona, razonamientos y gestos de mentes enfermas -según los expertos en la materia-, círculos cerrados donde hacer y deshacer al gusto. No cesa de trajinar con sus desastradas propiedades, preguntando y contestándose, alzando la vista sin ver ni mirar, volviendo a girar sobre sí mismo, empujando el carrito, vaciándolo y volviéndolo a llenar, retrocediendo, sentándose en el banco o levantándose para dirigirse a nadie, o a alguien que no existe sentado en el banco vacío; luego se pone en marcha, la marcha de su vida y obra al completo, arrastrando todas sus pertenencias, de las que a pesar de todo puede decirse que es el único dueño y protagonista, para ir dónde quiera, si, ya sé que a ningún sitio, pero hay tantos que tampoco pueden ir y se dejan la vida en no poder. Todo lo contrario que la atiborrada familia de hispanos que pasa a su lado empujando sus tesoros tras de otro carrito que porta algo más que un bebé y en el que no cabe un alfiler, bolsos, mochilas y bolsas con comida, toallas,  juguetes de playa, papa, mamá y otros dos niños agarrados a cualquier objeto o saliente del carrito, pequeños y apurados, probablemente en dirección hacia un cuchitril en el que apenas podrán rebullirse, esa es su libertad -prohibidas las sonrisas-. Nuestro homeless tampoco advierte a la pareja que discute a gritos junto a la fuente, hasta que él le quita con violencia una bolsa que ella, tras insistir en su devolución con más timidez que genio, decide abandonar en sus manos para alejarse despotricando imagino que contra todo, también contra el mundo; él, sentado en un banco, la ve alejarse sin abrir la boca, todo es normal en Coney Island.

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