Vuelve un recuerdo de hace años, no sé cuántos decir, cuando amigos y compañeros de trabajo llevaban a sus hijos a la capital para ver Cortilandia, casi como una obligación navideña. Ignoro si la petición partía de los chavales o eran los propios padres, deseosos de buscar una actividad con la que complacer a sus vástagos en las largas y aburridas vacaciones navideñas, quienes provocaban el interés en estos últimos, más a lo suyo y nada preocupados por cuestiones de luces que no aparecieran en televisión, además de desconocer la posibilidad, el tiempo y día para acudir a verlas y disfrutarlas.
Se trataba de niños en vacaciones y cualquier cosa valía con tal de sacarlos de casa y tenerlos contentos. Pasear por calles iluminadas y detenerse en las propias luces del centro comercial, admirar, o no, la composición instalada en la fachada ese año, menos o más imaginativa, siempre de agradecer, los grupos y figuras que se movían al compás de las canciones y finalizar con un chocolate con churros, apenas comenzada la noche, como despedida. Hablo de niños. Lo de las luces navideñas y los adultos en la actualidad puede parecer distinto y quizás lo sea, o no. Es cierto que muchos adultos necesitan seguir considerándose niños por aquello de no perder esa ilusión que poco a poco va apagando, dicen, el inevitable crecimiento; les gusta sentirse todavía niños y hacer cosas de niños, porque aún creen que solo la infancia tiene ese punto de ingenuidad y capacidad para sorprenderse que el adulto inevitablemente pierde por el mero hecho de crecer. Siempre me ha parecido curiosa la creencia según la cual un adulto acaba invariablemente siendo estúpido y aburrido, sin ilusiones ni capacidad para imaginar, sorprenderse o disfrutar, obligado a tragar con cosas y comportamientos de adultos (¿?). Como desconozco cuáles son esas cosas exclusivas de adultos que, al parecer, hacen desaparecer lo mejor de los niños, como si todos los niños no fueran otra cosa que niños, futuros adultos con más curiosidad que patrones de rendición.
Tal vez por eso, aunque sigo sin ver la necesidad, el fenómeno de las luces navideñas ilusiona más a adultos desilusionados consigo mismos que a los propios niños. Los niños van a lo suyo, algo normal entre niños, luego, a medida que van creciendo, van modificando su atención hacia cosas y cuestiones mucho más interesantes que las de los niños, el caso es saber, y darse cuenta, de que eso sucede y actuar en consecuencia, es decir, convirtiéndose en un adulto igual de curioso e imaginativo, sin haber perdido la capacidad de sorpresa. Aunque algo tan sencillo parece difícil entender, al menos a tenor del número de adultos que no se comportan como adultos, más bien adultos infantilizados ansiosos de motivos triviales y zanahorias que perseguir en el tiempo disponible tras la condena del trabajo, si es que queda, da igual el aspecto, quién lo organice y con qué objeto.
Y van más allá que los niños, empujándose, dejándose arrastrar y apelotonándose inquietos y preocupados, hasta violentos, con tal de estar allí en el preciso momento de encender las luces -inaugurar, se dice ahora-, móviles en mano y la cabeza vacía. Y aplauden con inusitado fervor tras el encendido e iluminación de las mismas calles que vienen acogiendo su derrota durante el resto del año. ¡Cómo disfrutan los angelitos! De todo este sin sentido salen perdiendo los niños porque ya no tendrán que preocuparse por las luces, cuando quieran darse cuenta ya estará todo ocupado por los adultos e igual no encuentran hueco, y si al final lo consiguen les resultará difícil entender a tanto adulto obnubilado con la boca abierta y los ojos como platos, incluso encaramado en cualquier sitio libre, o disponible, apuntando al cielo. Tomando foto tras foto, todas exactamente iguales, bueno, diferentes por el careto, o caretos, motivo del selfi, que no en el fondo. Miles de fotografías que petarán la memoria del teléfono y no volverán a ver nunca más, en parte porque aquellos que pudieran sufrirlas ya han estado y tomado idénticas instantáneas que guardar sin que tampoco sepan para qué, ni se lo pregunten.
Son solo luces, un gasto obsceno en luces. Ya, pero aún hay más, que se lo digan a los avispados de turno con ganas de hacer dinero organizando viajes para ver las luces de ese otro lugar que, dicen, presumen de ser únicas -¿has visto los vídeos con las imágenes? Y cualquier ayuntamiento que se precie se deshace los sesos buscando las más chillonas o estrafalarias -casi como Las Vegas-; mucha luz, cuanta más mejor. Y los negocios dedicados a componer y alquilar luces proliferan y no dan abasto, lo que supone desplegar por todo el país la misma iluminación, de norte a sur y de este a oeste, en detrimento de la originalidad, para la que, como es bien sabido, se necesita alguien con imaginación, aparte de dinero porque hoy todo es caro, y no vas a poner las mismas el año que viene, que poco original, menudo fracaso…