Sangre

Hay personas mejor o peor tratadas por la vida, golpeadas por desgracias físicas o amorosas, en algunos casos cruciales o definitivas, que pasan a renegar de forma visceral de quienes finalmente acaban siendo culpables para siempre. Incluidos aquellos que en su momento fueron sus más fervientes enamorados/as, merecedores de todo el cariño y confianza, luego odiados y despreciados desde el seguro refugio en el que pasan a convertirse la familia y la sangre, el más leal y sincero, como si éstas no fueran, asimismo, una realidad forzosa e inevitable, abnegadamente ajena a toda crítica, en el interior de la cual se asume y condesciende con personajes, imposiciones, prejuicios y situaciones que probablemente fuera de ese cerrado ámbito familiar serían motivo de desprecio y abandono.

Y qué importancia damos a esa familia, o al clan, y cuánta a nuestras propias decisiones, convertidas en elecciones -también fracasos-, siempre puede ser un interesante motivo de discusión, quizás para algunos innecesario puesto que en todo momento saben en qué lado están, a quién pertenecen, qué sangre corre por sus venas, siendo todo lo que no sea esa sangre y los suyos objeto de desconfianza, recelo o rechazo, o directamente un peligro latente que hay que tratar con suma cautela o mantener lo más alejado posible.

Es cierto que no podemos desprendernos de la noche a la mañana de unos orígenes que, además de genéticos, engloban un periodo de nuestras vidas muy importante, la base psíquica y social del futuro adulto, el necesario desarrollo personal que debería tener como colofón deseable el abandono de ese grupo íntimo y tan cercano al que estar, si todo funciona más o menos bien, eternamente agradecido. Pero hasta ahí. Permanecer en aquél más de lo deseable puede ser tan contraproducente como frustrante, sino peligroso. Y atar, de haberla, a la propia descendencia a esa familia o clan como consecuencia de fracasos o errores propios un desafortunado despropósito, un malvado comportamiento cuando, en algunos casos, existen terceros a los que se pretende dañar de forma vicaria haciéndoles sufrir como consecuencia de nuestros propios traspiés; puro rencor y resentimiento, cuando no directamente odio.

Hay situaciones desafortunadas y/o desgraciadas necesitadas de, en primer lugar, un inmediato periodo de reflexión y una imprescindible recapitulación capaz de advertir y aislar tanto los agravios como los propios errores, que probablemente los habrá; reconocerlos y, lleve el tiempo que lleve, solucionarlos o ser capaz de dejarlos en un segundo plano, porque la vida continua. Pero convertir a los propios hijos en el arma de nuestra venganza es bastante más que una mala acción, de ningún modo justificada o justificable, por muy dolido que aquel, o aquella, pueda sentirse. Como tampoco es justo y honesto, obnubilado por tan aciagos momentos, dimitir de la propia vida haciendo de ella hasta entonces una completa manipulación por la otra parte, y con ello justificar burdamente comportamientos y decisiones propias; una decisión tan irracional como absurda cargada de las peores y vengativas intenciones. Tales desvaríos deberían desaparecer lo antes posible, porque su infeliz contrapartida significa perder la sensatez y convertirse en un alma desgraciada, rencorosa y permanentemente resentida, incapaz de reconocerse y aceptarse a sí misma -incluidos los propios errores propios y las malas decisiones-; y ya no digamos ejercer de cruel manipuladora de terceros más pequeños en los que inculcar el enorme y vengativo error de hacerles creer que fuera de la propia familia solo hay maldad. Como si las familias fueran seguros y eternos nidos de paz.

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