Regresaba a casa, como de costumbre, sin expectativas, no es que no las tuviera, mejor dicho, no las tenía desde hacía ya muchos años, tantos que no recordaba cuando las perdió o si en alguna ocasión las tuvo -o qué eran las expectativas-; tal vez cuando joven, pero de eso hacía ya bastante, con el inconveniente que tienen algunas personas de adornar y recargar épocas de su vida que vistas con algo de detalle no dejan de repetir idéntica y corriente normalidad. Aunque desgraciadamente nada impide que muchos de estos se tengan en un concepto tan alto que les impide verse a sí mismos como lo que son, otro más, incluso peor.
Henchido de tal orgullo había regresado al pueblo dispuesto a impartir clases de vida entre aquellos paletos que nunca había salido de aquel agujero, él ya había hecho lo suyo, es decir, vivido, eso sí, sin dudas ni preguntas, porque jamás fue capaz de verse desde fuera, ni pensarlo, o pensarse, ese tipo de debilidades no iban con él, que siempre sabía lo que quería, y si no lo sabía la cuestión era no bajar la voz y afianzar cualquier cosa que dijera como si acabara de trasmitírselo una voz divina.
Pero resulta que sus coetáneos estaban un poco de vuelta, sobre todo de él y no por nada especial, no lo recordaban. Lo que sí era sabido y tampoco le contaron, o nadie le puso en antecedentes, es que la vuelta al redil en ocasiones significa que ya no hay quien te quiera o te soporte, que has sido incapaz de hacer amigos, de establecerte e integrarte allá donde hubieras acabado y, hastiado de pasearte, o directamente aislarte entre cuatro paredes, sin un alma caritativa con quien pegar la hebra o que te pregunte, o cuente contigo para cualquier cosa, decides regresar al lugar de nacimiento en parte para refugiarte y en parte, como último recurso, con la idea de mostrarles a aquellos fracasados que tú sí triunfaste, y contárselo dejándolos con la boca abierta y gestos de admiración.
Pasados los primeros meses, o semanas, en los que la novedad de su presencia alteró de algún modo la parsimonia local con reencuentros, reconocimientos, preguntas y sorpresas, también alguna que otra desgracia reciente o historia más o menos truculenta, como sucede en todos los pueblos en los que el tiempo sí transcurre -aunque no lo parezca desde fuera, como él también se ufanaba de comentar en tono entre despectivo y condescendiente-, la normalidad acabo finalmente imponiéndose y engullendo su figura entre las rutinas diarias. Así que, con la siempre tensa sombra de la repetición y el consiguiente tedio y cansancio, también fastidio, que provocan las historias repetidas, a lo que añadir que quizás no sean ciertas, estén contadas de aquella manera o simplemente sean más de lo mismo, pues hoy el que más y el que menos puede acceder a un viaje único y exclusivo con guía personal incluido al fin del mundo -si es que todavía existe-, fue quedándose cada vez más solo puesto que, muy suyo, seguía siendo incapaz de congeniar, escuchar o acceder a personas y costumbres que jamás supo ver ni entender, en primer lugar porque, como todos los jóvenes, él también salió huyendo de allí para ver mundo y hacerse un hombre. En el pueblo quedaban los fracasados y sin espíritu, precisamente aquellos a los que en su regreso venía a iluminar mostrándoles todo lo que es capaz de hacer uno del pueblo, allí donde lo ven.
Pero eso duró lo que duró, el tiempo pasó y tal y como siempre había sucedido con su propia vida, la falta de imaginación, el aburrimiento y la desidia más completa carcomieron sus días, y la poca expectación que llegó a despertar entre sus paisanos acabó recluyéndolo definitivamente en casa, renegando a los cuatro vientos ante quien, por pura compasión, se acercaba a saludarlo; porque aquellos incultos paletos fueran tan paletos, incapaces de reconocer en él a quien ha visto mundo y vivido lo que ellos serían incapaces de vivir en cien vidas.