Violencia

Ver a jóvenes en una calle cualquiera vestidas como les apetece, sobre todo en verano, cuando debido al calor sobra la ropa y una desea volar dejándose acariciar por el viento sin preocuparse por normas o débitos de conducta, es algo tan libre como grato. El mero deseo de salir y moverse como venga en gana es suficiente para que el hecho de la elección de las prendas con las que cubrirse sea un mínimo formalismo en el que intervienen la comodidad y la coquetería a partes iguales, dicho sin perjuicio de ninguna de las dos, puesto que somos nosotros los que nos vestimos, en este caso ellas, y como sujetos autónomos tenemos todo el derecho a cubrirnos, adornarnos, frivolizar, reafirmarnos -en parte o al completo-, disfrazarnos, despreciarnos íntima y estéticamente -por otras cuestiones quizás más importantes que en este momento no vienen al caso- o taparnos con lo primero que tengamos a mano. Actividad diaria de algún modo obligada por la costumbre, la decencia (¿?), ciertos hábitos o las modas dominantes, tanto tribales como generales, además de los consiguientes imperativos en función de la edad. Esta libertad activa, es cierto que pequeña, para algunos meramente testimonial, sin embargo contiene en sí misma, en el caso las mujeres, un alegre y vital pronunciamiento contra siglos de opresión y represión que, al menos de momento, parece que al fin comienzan a resquebrajarse; eso sí, muy, muy despacio, con cada vez mayor perplejidad, incomodidad u oposición por parte del otro género, ya que se trata, según su habitual arrogancia y salvo contadas y marginales excepciones, de una cuestión secundaria respecto a su propio poder.

Esta frescura, desinhibición y descaro femenino necesariamente han de chocar contra las formas y comportamiento de un género masculino que parece seguir anclado en tradiciones, costumbres y cuestiones de principios nunca entendidas por completo. Las ropas, o la ausencia de ellas, provocan más perplejidad y confusión de lo que los hombres están dispuestos a reconocer, a saber, incluso. La primera cuestión es que ellos son incapaces de hacer algo similar, no porque no quieran sino porque no pueden ni se sienten capaces, ni siquiera lo contemplan. Resulta que en la magnificencia de su poder no logran hacerlo todo, ni les sale, si saben dónde buscar y eso entonces duele, y desorienta e intranquiliza porque, ¿dónde queda, pues, ese poder si respecto a algo tan trivial se muestran atados de pies y manos? ¿Son el desprecio y la indiferencia las únicas respuestas ante la íntima frustración de un deseo que ni siquiera llega a insatisfacción porque tampoco saben si es suyo? ¿Solo queda la violencia como opción y correlato del puro pavor?

Y qué parte de todo ello tiene que ver con una inconsciente y para la mayoría desconocida, y no menos dolorosa, autorrepresión masculina que impide ir un poco más allá de las, sus, propias normas, ¿no denota esto más carencias que dominio, incluso un profundo desconocimiento de sí mismos? Más preocupados por ejercer un poder socialmente omnímodo con cada vez más agujeros han olvidado que una de las opciones más visibles de ese poder es hacer lo que a uno le apetezca consigo mismo, en este caso con la vestimenta. Pero no, existe una especie de corse mental del que los hombres son incapaces de desembarazarse y que transforma de forma automática una apremiante autorrepresión, casi agónica, en violencia, única salida que el género masculino contempla como solución al siempre pendiente enfrentamiento y reconocimiento de sí mismos.

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