Hablar de Nápoles y olvidar el fútbol sería como ir y no estar, y no visitar calles y rincones dedicados a su redentor más celebrado, Diego Armando Maradona (D10S), casi un pecado mortal, y no entender qué significan para el acervo local las numerosas banderas italianas con un cuatro inscrito en el centro, da igual si en edificios privados, públicos u oficiales, es perderse la mitad de la misa, pues resulta que este año el Nápoles ha vuelto a ser el campeón de Italia de fútbol y eso por aquí son palabras mayores. Aún reciente el éxito futbolero de hace dos años, de los que todavía quedan rastros visibles en calles y edificios, tanto del conjunto como de cada uno de sus héroes, repetir una victoria que nos traslada en el tiempo a la época de Maradona al paso que vuelve a humillar a los presuntuosos del norte -¡merda Juve!-, como nos decían por la calle- es otro motivo de agradecimiento que se reinscribe sobre las conmemoraciones del pasado más reciente.
La trascendental importancia de Maradona en la ciudad, importancia que no sería ningún disparate calificar de histórica, tiene que ver con la redención de un sur deseoso de figurar allí donde los opulentos del norte hicieron su predio, el fútbol, deporte que en Italia viene a ser casi una declaración de principios. Nápoles apareció entonces, por méritos propios, tanto en el panorama futbolero nacional como internacional, todo un éxito para una región permanentemente humillada por la arrogancia de los adinerados poderosos bajo los Alpes. Y no acabo de imaginar lo que sucedería si el año que viene, que se cumplen cien años del club, el Nápoles volviera a ganar la liga italiana.
Como dije en la primera entrega de esta serie imagino que existirá un Nápoles más aséptico y anodino, parecido a cualquier otra ciudad europea, pero en el enorme área que va desde el barrio español hasta, por ejemplo, la plaza Garibaldi, incluyendo también toda la zona antigua de la ciudad, el fútbol, junto, como dije, un comercio tan ubicuo como extenuante, es el principal protagonista, y como visitante uno ha de aceptar e intentar entender lo que ve y tanto le sorprende, incluido el alto y reverenciado pedestal en el que se aúpa el Maradona redentor de los humildes y olvidados.
En Nápoles casi puede decirse que parpadeas y te pierdes algo, desde el mayor crucero del mundo amarrado junto a una terminal marítima que a su lado parece de juguete, hasta el capo de la zona controlando sus dominios desde una mesa apartada, como el que toma un café pero sin café; sin despegarse del teléfono móvil y sonriendo a mujeres que pasan saludando o se sientan sin tomar nada, alguna de las cuales recibe un sobre blanco -con dinero, evidentemente- mientras el patrón ordena con la mirada a algún camarero que permita lo que en circunstancias normales y sin él allí de ningún modo estaría permitido. Esta especie de todo incluido en la misma ciudad también puede generar incomodidades entre gente más exigente, o pacífica, habituada a ritmos más lentos, en su lenguaje, normales, y algo de ansiedad cuando, una vez en la cama, se intenta asimilar el frenético ir y venir diario que mañana volverá a echársete encima nada más abrir la puerta de la calle.
En definitiva, Nápoles es una ciudad regida por un pulso diario que al visitante se le antoja ingobernable, a pesar de lo cual parece que funciona porque a primera vista no advierte conflicto alguno -o será que, como decía más arriba, no sabe ver. Un ritmo en el fondo dirigido y controlado según unos patrones en los que el bien y el mal, lo bueno y lo malo, son más que relativos, o directamente discutibles. Donde infinidad de vehículos envejecidos permanecen incrustados en rincones imposibles, tal que una especie de mobiliario urbano, y entre, o a pesar de ellos, uno puede detenerse a charlar con buen ánimo con mujeres a la puerta de bajos asfixiantes, abiertos de par en par, mostrando un único habitáculo en el que se apretujan cocina, comedor y habitaciones. Y terminar el día en una trattoría semivacía, con solo otra mesa ocupada por una despedida de soltera tan cutre como en el resto de Europa, mientras un cantante local nos deleita con un repertorio en el que caben desde la obligada canción napolitana hasta una especie de remake que en algún momento me trae a la memoria a Vinicius de Moraes en La Fusa.