Nos sorprendió e indudablemente nos tuvo pendientes de sus palabras, que aclaraba y ampliaba con gusto cada vez que se acercaba a la mesa para alguna labor de su trabajo, intentando no ser pesado ni inmiscuirse en nuestra charla, con tacto y sin olvidar en ningún momento cuál era su papel en aquella curiosa escena, él el camarero que nos atendía y nosotros sus clientes. El motivo de aquella simpática exposición fue que precisamente nosotros éramos españoles, y a nuestra respuesta a su pregunta de dónde, La Mancha, de inmediato nos identificó con Cervantes y el Quijote -y no es normal que quien te pregunta fuera del país los conozca, o sepa de ambos. En este caso sí, lo que dio pie a aquella especie de salpicada disertación en la que nos remarcó, casi al principio, que Nápoles fue quinientos años española frente a los ciento cincuenta que lleva como italiana -algo más o menos cierto-, y que mientras con España Nápoles era una entidad política del mismo nivel que la península -nada de colonia-, desde que es italiana ha sido despreciada y arrojada a la cola del país, tanto política como socialmente -y esto último sí es una realidad completamente cierta. Es decir, que con Italia los napolitanos han perdido más que ganar frente a los estirados del norte, lo que no deja de ser un punto de vista particular que no anda muy descaminado.
Todavía andábamos intentando cogerle el ritmo a la ciudad y aquel tipo, de algún modo, nos obligaba a reconsiderar nuestras opiniones, no de una forma directa pero sí a la hora de valorar y entender lo que veíamos en la calle, que era mucho, o todo. No hay que olvidar que, desde el principio, la ciudad había podido con nosotros, atrapándonos nada más abandonar la estación, aún sin saber hacia dónde dirigir la mirada y nuestros pasos, preocupados en primera instancia por encontrar una sombra que nos permitiera organizarnos. Estaba más que claro que aquella no era la Italia que conocíamos, y algunos de nosotros conocían mucha Italia, pero de más arriba.
Nápoles es puro sur, algo que tan bien conocemos por aquí, la calle, la gente, el saludo indispensable, vital, la intercambio más que obligado, la charla impenitente, detenidos si es necesario en medio de todo porque hay algo más que decirse; un incesante trajín de lo más variopinto en el que no existe criterio, mucho menos certeza, de quién o qué te puedes encontrar al doblar una esquina. Un inacabable mercado de puestos callejeros y establecimientos de todo tipo y puertas abiertas del que todos salimos y entramos con una familiaridad y confianza que de inmediato hace del extraño uno más, como si estuviéramos en nuestra propia casa. Da igual la calle, si ancha y recta o retorcida, estrecha y oscura, además de millones de rincones en los que se acumula de todo lo imaginable, y aun así creo que me quedo corto. Y si uno alza la vista el panorama se complica porque en miles de balcones ondean al viento coladas y coladas al sol, también en los callejones más oscuros y sombríos, que más que una obviedad parecen una tradicional decoración conmemorativa que dura todo el año. Costumbre que llega hasta la decoración de tiendas y establecimientos de hostelería en los que pueden verse colgadas del techo todo tipo de prendas, también íntimas.
Indudablemente debe existir un Nápoles rico, más normal e incluso anodino, y hasta pijo; altanero y desconfiado, con calles pulcras y desiertas bajo el mismo e implacable sol. Gente guapa, occidental, al uso en Europa, que detesta el incesante jaleo de esa otra ciudad tan bulliciosa, paradójica, inverosímil y gozosamente amable.