Hablaban con una mujer, de pie junto a su mesa, y a juzgar por sus rostros la conversación parecía grata y distendida, sucediéndose las sonrisas y gestos de complicidad y aprobación desprovistos de rigidez o motas de indiferencia, ni una mueca sospechosa. Un encuentro grato y amistoso.
Se despidieron y ellos prosiguieron con la cena, alternando bocados y una conversación retomada en la que guiños y miradas quizás denotaban para cualquier extraño más respeto que cariño, arropados sin embargo por un velo de confianza que mostraba más de lo que sus cautas posiciones ponían en juego. Jugaban con la cincuentena, probablemente más por arriba que por abajo, formando una pareja en la que el tiempo, sin dejar de hacer de las suyas, ha decidido dar una tregua respetando tempos y aspecto, sin visos de un evidente maltrato, ofreciéndoles una serena placidez que deja cualquier juicio en suspenso; es lo que hay porque precisamente eso es lo que hay, ni más ni menos. Una cena en el interior de un bar cuando todas las mesas de la terraza están ocupadas
Observándolos no era preciso usar o mantener listón de ningún tipo, ni baremo, estatus o clase en función, por ejemplo, de las ropas que vestían, prendas que independientemente de formas, modelos y colores cumplían el papel que les corresponde, sin añadir nada a lo que los propietarios deciden llevar a cabo con sus propias vidas. Se trataba de una cena, deslizarte por unos largos minutos junto a la persona con la que mejor te sientes como si se tratara del mismo paraíso en la tierra, lugar que, por cierto, no tiene por qué ser distinto a éste en el que vives y te encuentras a gusto, porque de eso se trata vivir.
La escena que protagonizaba sin saberlo aquella pareja era una pequeña muestra de lo que en cualquier lugar denominaríamos feliz, porque si hubiera un estándar de plácida felicidad por encima de personas, pueblos y lugares sin duda lo que ellos mostraban sería el mejor ejemplo, sin necesidad de grandes gestos, atuendos elegantes o especiales, porque lo especial era la comunión revelada por los dos protagonistas, la liviana y emotiva cotidianidad de una cena fuera de casa que en cada bocado degusta la felicidad de saberte dueño de ese tiempo siempre disponible pero del que no siempre eres consciente de disponer.
Con los platos terminados y mientras aguardaban, ignoro si más bebidas o algún postre con el que cerrar la noche, ella se levantó y, despacio, se situó al otro lado de la mesa, a su derecha, junto a una silla en la que descansaban unas bolsas blancas en apariencia repletas. Y sin dejar de hablar y sonreír, ni desviar la atención hacia otro centro que no fuera él, fue extrayendo, uno por uno, los objetos que llenaban las bolsas, mostrándoselos y explicándole, supongo, el porqué de su compra, su pertinencia, su uso, o posible uso, la oportunidad de su adquisición o el mismo capricho que nos hace detenernos ante un estante cualquiera y fijar la vista en algo que no necesitamos pero que en ese preciso momento nos apetece y podemos comprar.
Lentamente, sin prisas ni precipitaciones, envoltorios, cajas sin desprecintar o recipientes que parecían de cocina eran pacientemente desenvueltos y exhibidos, además de explicado el correspondiente motivo de su presencia, todo ante la atenta y aquiescente mirada de él, más respetuosa que dulce por su parte. Y así uno tras otro, intercambiando sonrisas, acuerdos sobre la marcha o de última hora, aciertos; un sobre que él abrió y leyó detenidamente para después volverlo a introducir en su bolsa correspondiente, sin que en ningún momento se alterara la muestra ni la calma de los protagonistas. Ni un mal gesto, una imprecación, un pero, una duda, todo lo contrario, algo así como si lo has comprado porque te gustaba o te apetecía bien hecho está. Cuando hubo terminado de mostrar cada uno de los objetos que contenían las bolsas regresó a su lado de la mesa, justo cuando llegaban los cafés con leche pedidos, que tomaron con igual calma y sin que la conversación se desviara de la paz que ellos mismos ponían en juego.
La escena rozaba lo memorable por su íntima sencillez, por la sinceridad que desprendían cada uno de los participantes. Hubo más risas, no, sonrisas, y en un momento determinado, cuando ella le daba algo por encima de las tazas, él extendía su mano para cogerlo y al tiempo acariciaba la piel de su brazo con la punta de sus dedos. Como en un soplo, casi imperceptible, pero no tanto como para dejar a la luz un pequeño guiño cómplice que compilaba mucho más de lo visto hasta entonces, inapreciable para nadie que, como en mi caso, no estuviera distraído con una mesa sin otro particular que una pareja desconocida cenando.
No tenían por qué ni querían hacer gala de aquello que fuera que los unía, tan solo cenaban como cenan dos personas que se alegran juntas, disfrutan de su mutua compañía y puede que incluso se quieran, cariño que prefieren dejar públicamente en un discreto segundo plano. Suficiente para mantener viva esa relación que tan difícil parece para otros menos dados a ceder una parte de sí, su cariño, a otra persona que no sean ellos mismos.
Finalizaron los cafés, pidieron la cuenta, pagaron con tarjeta e igual de sonrientes desaparecieron ellos y las bolsas, no sin antes despedirse con la correspondiente sonrisa de los ocupantes de otra mesa recién ocupada situada junto a la suya.