Parece inevitable que, ya sea por haber visto bastante cine o por una elemental cuestión de años, los guiones cinematográficos, o de las numerosas series que en la actualidad pueblan los canales televisivos, acaben pareciéndose. Los mismos argumentos y las mismas aventuras, situaciones y emociones en busca de un espectador que quizás puede ser nuevo porque siempre hay alguien que se incorpora al medio; al fin y al cabo no hay mucho más de lo que echar mano a la hora de organizar un argumento con humanos como protagonistas. Luego, el resultado final podrá tener el carácter y la intención que los creadores pretendan, ámbito este en el que cabe todo, desde una obra directa y explícita, fuertemente realista, hasta un producto más o menos ambiguo, metafórico o incomprensible, también discutible o con objetivos que van más allá del visionado de la obra en sí, siendo el medio lo realmente importante. Y aunque la esfera de la creación sea enorme y los autores innumerables todavía existen tan sospechosos como peligrosos dogmatismos y formas de manipular que acaban con el ingenuo espectador postrado a los pies de unos intereses que nada tienen de cinematográficos o simple entretenimiento.
Lo que comenzó como una serie a partir de un videojuego (The Last of Us) se ha convertido, sobre todo en esta segunda temporada, en otra adaptación del cine del oeste de toda la vida, con una salvedad importante, más violento, mucho más cruel y tremendamente básico. En el fondo la serie viene a ser como una copia en papel cuché cinematográfico de los motivos y las intenciones que mueven la política imperante actualmente en el país del salvaje oeste. Atrás quedan las discusiones entre amigos y conocidos sobre si la serie pretendía criticar el modo de vida norteamericano, con unos actores protagonistas y unos roles más bien atípicos respecto a los modelos clásicos; una intensa historia de amor en el, si no recuerdo mal, tercer capítulo de la primera temporada, enterrada rápidamente por la tónica general de la serie, o la aparición de la palabra comunismo a la hora de describir la administración de uno de los poblados de la resistencia, también diluida con rapidez en un discurso “más democrático”. El caso es que lo que uno puede ver en la pantalla es más de lo mismo, pero supurando un sadismo, un odio y una sed de venganza que van más allá de los temas del viejo oeste, quedando cualquier otro tipo de soluciones, alternativas, o sensibilidades, menos agresivas y virulentas, o hasta colaborativas, como las opciones de los débiles y pusilánimes, la despreciada y despreciable carne de cañón de la historia.
Están los buenos, siempre solitarios o en busca de la permanente redención, los malos -incluso peores-, los simples e incautos religiosos, los forajidos sin escrúpulos y los indios (los zombis), todos ellos deambulando por un enorme y salvaje territorio mezcla de distopía y escenarios de postal. Conjunto aderezado con un exacerbado y simplista individualismo adorador de las armas como única herramienta con la que relacionarse con los demás -si solo conoces el martillo como herramienta todo lo que te rodean son clavos. Un monólogo feroz y vengativo, escasamente imaginativo, movido por una brutalidad y una saña guiando a unos personajes en los que no caben la dulzura ni la humanidad, y que, como novedad, ha dejado subir -¡al fin!- a las mujeres al mismo carro que los hombres, pero no como mujeres y su forma diferente de ver el mundo, sino como protagonistas comportándose como hombretones, más poderosas y crueles, sin piedad ni conmiseración. Al fin iguales. Es curioso comprobar cómo la cámara se empeña en obtener del rostro más débil, sereno, dulce o anodino toda la maldad y fiereza posibles, desfigurándolo hasta convertirlo en una cruel máscara sedienta de venganza. Y me atrevo a aventurar que lo que resta de la segunda temporada sólo será el detallado desarrollo de una persistente sed de venganza adobada con más violencia por parte de las futuras víctimas, ingrediente necesario para atar emocionalmente a un espectador que demandará la obligada satisfacción finalmente pagada con más sangre y crueldad. Y ojalá me equivoque.
Ya sé, se trata de otra serie más y es fácil pasar de sus paranoias, pero también es cierto que cabe la posibilidad de que algún que otro despistado acabe entendiendo su propio mundo únicamente por sus emociones -algo que sucede ya en las redes sociales-, siendo lo único que le llena. Su propio martillo, con el que sin duda se habituará a vivir y juzgar a sus semejantes.