Amabilidad

Si he de ser sincero no recuerdo la última vez que me tropecé con un trabajador de la hostelería haciendo gala del carácter local, más bien seco y algo desabrido, parco en palabras y con esa falta de profesionalidad que hace a los empresarios emplear a cualquiera porque es barato y el trabajo en apariencia sencillo, y digo cualquiera sin ningún menosprecio hacia el trabajador porque, como en todos los trabajos, nadie nace enseñado y a la hora de atender a una clientela no basta con trabajar rápido sin que se te caiga la bandeja, además de comerte horarios infumables porque sí, también sin cobrarlos. Luego, en cierto modo, estarían justificadas la sequedad y la cara de sota. 

Y no es de extrañar que, puesto que los nacionales prefieren no trabajar en la hostelería a hacerlo a las órdenes del tirano de turno, sea este el motivo principal del numeroso porcentaje de extranjeros que ocupan esos puestos. También habría que ver en qué condiciones y por qué, probablemente las mismas o incluso peores. Circunstancias, todas ellas importantes, que de ningún modo justifican el mal trato y la falta de amabilidad hacia quienes no dejan de ser el objeto de su trabajo, una clientela que no debería figurar por defecto como culpable, también y a pesar de las malas formas y el arbitrario desprecio que algunos, o muchos, no lo sé, muestran hacía quienes consideran más que trabajadores mera servidumbre.

Tal vez por eso cuando aquella tarde entramos en el local, lleno a falta de una mesa desocupada en un rincón, no dejó de llamarme la atención el amable saludo del camarero faenando tras la barra. Era una tarde noche desapacible que invitaba a recogerse, o al menos resguardarse del viento y la lluvia; los parroquianos parecían a sus cosas, aunque una gran parte de ellos prestaba atención, directa o indirectamente, al partido que emitía la televisión. El camarero, un subsahariano alto y delgado vestido con vaqueros y camiseta y cero pelos en su cabeza, nos siguió de soslayo después del saludo hasta la única mesa vacía que ocupamos satisfechos. Fue acomodarnos cuando ya lo teníamos junto a nosotros preguntándonos con la misma y discreta amabilidad, lo que hizo que agradeciera aún más la respetuosa atención hacia unos desconocidos con ganas de pasar un rato agradable y descansar. Al fin y al cabo se trataba de su trabajo, pero también es cierto que han sido bastantes las ocasiones en las que me he visto en la obligación de poner buena cara a un hombre, o mujer, más preocupados por hacer breve nuestra estancia, ya fuera advirtiéndonos respecto a qué lugares podíamos, o no, ocupar, lo que de ningún modo nos servirían y la obligación de consumir sin excedernos en el tiempo y la molestia de usar una mesa que al parecer tampoco merecíamos.

Pedimos y sin dejar de sonreír nos respondió que enseguida. La gente distribuía los minutos entre sus conversaciones y la pantalla de la televisión. También los había solitarios pendientes del correr de la pelota, algunos con algo más que su tiempo puesto en juego. Se estaba bien.

En unos pocos minutos teníamos al camarero dejando sobre la mesa nuestra consumición, largándose y regresando al instante con una bandeja con aperitivos de los que nos ofreció. Declinamos su ofrecimiento porque, tras la cena, no nos apetecía más. Volvió a sus labores con la misma sonrisa, sin perder ni un detalle de la parroquia mientras hacía y deshacía las tareas correspondientes, atento a cualquier solicitud, una falta o una pregunta. También tenía tiempo para beber de una taza disponible en su lado de la barra, o comentar con un colega sentado en un taburete al otro lado, disconforme y visiblemente alterado por lo que sucedía en la pantalla.

Durante el tiempo que permanecimos allí sentados el único encargado del local no dejó de hacer y atender a los requerimientos de los clientes, siempre con una atención y una sonrisa impecables, sin mostrar incomodidad o inconveniencia, todo lo contrario, lo que me hizo predisponerme aún más a su favor. Qué fácil, o difícil, parece ser comportarse con amabilidad en un trabajo cara al público y cuántos malos modos y comportamientos desabridos y desagradables hay que aguantar de un empleado o profesional, sobre todo cuando ni lo es ni le interesa, por circunstancias ajenas a quien en última instancia acaba pagando los platos rotos.

Desconozco por qué la amabilidad es una cualidad tan poco fomentada, y puede que apreciada. En más de una ocasión y cuando ha salido el tema he tenido que escuchar de gente cercana un para qué que me dejaba intrigado, siempre preferible un cada cual a lo suyo en el que cualquier deferencia hacia el otro parece un inconveniente, una cuestión de inferioridad o directamente una molestia. 

Probablemente la totalidad de los presentes contábamos, por defecto, con la amabilidad del africano, e ignoro si la recordaríamos comparando cuando nos tocara un áspero con cara de pocos amigos mirándote y tratándote como si fueras el origen de todos sus males.

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