Desde el momento en el que abro la página en blanco de un nuevo archivo la IA del programa se deja ver mostrando su símbolo y la consiguiente propuesta de escrito, sin tener ni idea de lo que pienso escribir y por qué. Pero está. Siempre está, tan alerta y atenta como amenazante, más bien molesta. Y a medida que voy escribiendo la celosa IA persiste incansable al acecho, casi por delante de mis dedos, anticipándose a posibles temas o actuaciones, derivas y resúmenes, alternativas o correcciones a partir de su propia base de datos, que ignoro por completo; otra cosa es que le permita trabajar, independientemente de lo que ella pueda coger y utilizar por su cuenta. Es indudable que no soy yo quien domina la relación, aunque lo parezca, insignificante en mi papel de víctima vigilada y controlada por cualquiera de los numerosos dispositivos electrónicos que me rodean, da igual si propios o de amigos o desconocidos. Porque por mucho que creamos o nos pertrechemos a la hora de intentar desaparecer o pasar desapercibidos siempre hay una cámara, pública o privada, o un dispositivo ajeno que toma nota de nuestro paso. Sin ninguna duda todo esto es tan asombroso y excepcional como incómodo, peligroso y denunciable.
En realidad la IA es insaciable, necesita de forma imperativa aprender, y cualquier petición por nuestra parte solo es alimento que devora de inmediato, cuanto más le pidamos mejor la adiestraremos; es por ello que cuanto más persista y nos instigue más posibilidades de que le suministremos la información y datos necesarios en forma de peticiones para su propio aprendizaje, predicciones y éxito en sus resultados. Se trata de acumular millones de datos de forma estajanovista -aunque me temo que, sino directamente inapropiado, el término estajanovismo suena demasiado elemental y arcaico hablando de IA- a partir de los que perfilarse, autocorregirse y abrumar al supuesto “usuario” con sus logros y porcentaje de aciertos.
Jamás se indispone, altera, molesta o enfada, simplemente y en primer lugar porque no es ninguna inteligencia, ni siquiera artificial, sino que tan solo se trata de un exhaustivo y abrumador aprendizaje automático estadístico funcionando a la velocidad de la luz. El trabajo por y para el que “me acosa” no tiene nada que ver reglas, gramáticas o semánticas -repito, no es nada inteligente-, sino con una brutal comparativa de cuantos más datos -textos- mejor, sin importar procedencias, temas o sesgos, se trata de analizar, por ejemplo, qué palabras van juntas, dónde y cómo aparecen o en qué orden se suceden o repiten, y cuanto mayor el número de ejemplos a analizar mejores porcentajes y resultados, por eso es brutalmente insaciable. Su simpleza es tal que, en el caso de imágenes, si solo dispone de imágenes de manzanas rojas cuando tenga delante una manzana verde no sabrá qué decir. Lo realmente importante es quién hay detrás de una IA y con qué propósitos.
El por qué de su actualidad y rápida implantación tampoco debería confundirnos, porque no se trata de algo inevitable o evidente por innovador, sino que obedece a planes y proyectos privados basados en una exhaustiva minería de datos a escala global en la que todos trabajamos voluntaria e inconscientemente con solo estar junto a un dispositivo electrónico de cualquier tipo. Aunque también imagino que habrá gente que crea que la IA ha llegado para hacernos la vida mejor, allá ellos si piensan que facilitarnos cuatro tareas básicas es signo de provecho, progreso o como quiera que se pretenda llamar. La existencia de la IA obedece a prioridades militares y policiales, o puro lucro, no hay más.
Tecleo un punto y aparte y ahí está de nuevo, solicitándome un simple clic, ofreciéndose atenta a mis deseos.