En una conversación a partir de unas lecturas sobre el nuevo presidente norteamericano nos sorprendíamos cuando reconocíamos aquí mismo, muy cerca de nosotros, a personas si no prácticamente iguales sí muy similares al yanqui, también ocupando cargos políticos de cierta relevancia; similares tanto en sus manifestaciones públicas como en los problemas y prejuicios que en el fondo intenta ocultar un comportamiento en general desconfiado y violento, más bien resentido, siempre a la defensiva debido a una serie de complejos disimulados, para mal, por su extremada codicia. A partir de la evidente mediocridad de aquel y estos de aquí, coincidíamos en el permanente resentimiento que gobierna su pensamiento predisponiéndolos hacia todo lo que es y existe sin ellos, lo que perpetua una serie de frustraciones que intentan compensar, más bien silenciar, como decía antes, con esa violencia implícita, casi instintiva, en todo lo que hacen. Circunstancias, más que cualidades, que condicionan también sus relaciones con los demás, soberbios y arrogantes en sus apariciones, tanto privadas como públicas, e incapaces de ver más allá de sus narices; interpretando el poder, al que se aferran como si no hubiera mañana, como la única forma de hacerse oír ocultando la dolorosa realidad que martiriza sus atribuladas almas.
Es cierto que una de las diferencias, más que sustancial, que caracteriza al nuevo presidente norteamericano es su extraordinaria riqueza, lo que desde un principio le ha facilitado hacer en todo momento casi lo que le ha dado la gana, servilmente adulado por un “selecto” séquito en el que se entremezclan astutos e interesados parásitos, generalmente más inteligentes que él y que lo utilizan para engordar sus negocios y riqueza, junto con una caterva de lameculos siempre atenta a las miserables migajas que pudieran desprenderse de un comportamiento tan impulsivo y contradictorio como caótico. Pero en este momento no viene a cuento detenerse en una riqueza que probablemente contenga más sombras que luces.
Indistintamente de aquel o de estos más próximos, con los que podemos hablar sin ningún problema, prevalece en ellos una persistente desconfianza ante todo aquel que tenga o manifieste criterio propio a la hora de actuar, algo que en primer lugar significa que ellos no son indispensables, como tampoco necesarios; en el fondo objeto de su envidia y en última instancia un peligro potencial por lo que significa que hagan y deshagan sin su beneplácito en las infinitas áreas que desgraciadamente desconocen, que vienen a ser casi todas. Esa dolorosa conciencia de sus límites, o de su ignorancia, que nunca se preocuparon de testar, superar o, mejor aún, asumir sin ningún tipo de frustrante resentimiento, condiciona de forma capital sus pasos y, como colofón, sostiene una potencial envidia ante todo aquel capaz de vivir y respirar sin ellos. Tan ansiosa desconfianza les obliga a rodearse de gente de su mismo o, mejor, inferior nivel intelectual, también con menores capacidades y ambición, a los que poder dirigir y manipular a su antojo manteniéndolos bajo su manto y pendientes de su mirada, dispuestos a pedir permiso, o su bendición, para cualquier actuación o palabras que decir; porque en estos casos no hay nada peor que dejar en evidencia al propio jefe, desnudo en sus delatoras carencias.
O, como ya he dicho más arriba y de no ser posible contar con estos últimos, servirse de otros más ricos o inteligentes atrayéndolos a su lado con favores y concesiones, sin hacer preguntas, puesto que les basta con reconocer como única referencia el brillo de sus posesiones, algo que justifica su codicia a la hora de situarlos a su lado. Si la riqueza propia jamás alcanzará el calibre de la de aquellos, al menos siempre será válida como horizonte.
No hay nada más, ni orden ni proyecto, ni causa común ni, mucho menos, referencia moral alguna. Se trata del sueño de todo conquistador embebido de una certeza divina que imagina, porque nunca piensa, el mundo a sus pies, listo para hoyarlo y hacer a su antojo; objeto de deseo independientemente de razones y argumentos. Y si tuvieran valor harían uso de las armas, pero afortunadamente su miedo es tan grande como su codicia, mejor que se partan la cara otros.