Hay abuelos que parece que nacieron para ello, activos, educados, solícitos, atentos, bondadosos, todavía con ganas y dispuestos a ayudar y colaborar tanto como se les exija.
También hay abuelos que son directamente carne de geriátrico, individuos que dejan de trabajar y se vienen abajo de inmediato, dedicándose a pasear sin rumbo, suspirar resignados y contar las mismas viejas historias; gastando los bancos de parques y plazas, porque nunca pueden, cualquiera que sea el tema. Se aburren o se dejan arrastrar por un perro raquítico ajeno al tipo de quien le toca tirar cada mañana. Esperan.
También hay abuelos que acaban literalmente destrozados tras una vida laboral que no ha tenido piedad con ellos, hundidos física y anímicamente, con más ganas que fuerzas y moralmente dolidos por haber quedado en tal estado, además de no entender de qué sirve permanecer vivo si no puedes hacer nada de forma decente.
Todo lo contrario de esos abuelos solícitamente convertidos en carne de relleno para viajes del INSERSO, señores que consideran un derecho adquirido que les muevan allá donde toque, ajenos e indiferentes al destino y su bellezas. Qué más da, les traen y les llevan porque no tienen nada mejor que hacer, y en algunos casos ni saben.
Hay abuelos que son unos bordes y consideran un derecho adquirido su no hacer nada, siendo importante, o muy importante, la cantidad de tiempo del que disponen para no dar un palo al agua, justa recompensa a una vida de trabajo que, visto el desenlace, tampoco tuvo que ser muy ajetreada porque quien ahora exige no hacer nada porque se lo merece (¿?) probablemente no fue un lince, ni muy trabajador, durante su periodo laboral. Mucho menos responsabilizarse de cualquier otra cosa que no sea uno mismo.
Hay abuelos que ven ese periodo de sus vidas como una recompensa, un final feliz, y no les importa aburrirse o colaborar según les requieran, pero sin ponerse nerviosos; no es que vayan a correr tras la tarea ni estarán los primeros en la lista de voluntarios, pero al menos cuando les pidan echar una mano no se negarán.
Como hay abuelos a los que una cruel enfermedad o “dolencia de abuelos” les deja sin opciones, ya sea física o psíquicamente, necesitados de atención permanente y en muchos casos abrumados por las obligaciones que requieren de los más jóvenes, quienes, con otras o muchas cosas que hacer, andan siempre apresurados, buscando huecos, encargando o directamente pagando a sustitutos y auxiliares que completen su atención llevando a cabo sus tareas.
Incluso hay abuelos a los que tanta atención no les incomoda, todo lo contrario, porque consideran que se trata del justo pago a su dedicación a unos hijos que, no se olvide, no pidieron venir a este mundo. Lo que obliga a éstos de forma prioritaria ante sus requerimientos, necesidades y caprichos -o exigencias. Fomentando una conflictiva mezcla entre deber y complejo de culpa nunca resuelta que, sin la necesaria conversación y aclaraciones, deja a unos en manos del arbitrio y manías de los otros.
Y hay abuelos literalmente machacados por unos hijos tan insolentes como egoístas que los toman como un mobiliario fácil y barato del que echar mano cuándo y cómo les apetezca, porque ¿para qué están los abuelos sino para arrimar el hombro? ¿qué otra cosa saben o pueden hacer?
Como, entre otras muchas variedades, hay abuelos que no se considera abuelos, sino personas que, sin dejar de sumar años, siguen sintiéndose iguales al resto, ni mejores ni peores, con sus obligaciones, gustos, caprichos, necesidades etc. Que respetan igual que les gusta ser respetados, por lo que piden, generalmente en silencio, no ser despreciados, relegados o directamente ignorados, sin voz ni voto; tal que muebles abandonados que ya cumplieron su función, sin derecho al tiempo y su vivencia en común.
Y desgraciadamente hay abuelos a los que la soledad les impide serlos, sometidos a un doloroso silencio rayano en la inexistencia -todo anhelos- que deja pocas ganas para respirar.