Reunirse

Probablemente todos sabemos, o directamente nos afecta, de familias no tan bien avenidas, o sea, que en todos sitios cuecen habas, que aquello de los sagrados vínculos de la sangre no siempre es bien venido, sobre todo cuando toca soportar, e incluso sufrir, familiares que, bien pensado, mejor estarían lejos, o directamente ajenos de nuestro entorno. También puede suceder que uno mismo sea el problema, cuestión esta que no siempre es fácil de advertir y asumir, en gran parte debido a la enorme dificultad que significa que el mayor interesado no puede verse a sí mismo en plena faena, es decir, haciéndole la vida un poco más difícil a los demás o, como gusta decir, a los suyos.

Sin embargo, como vienen fechas en las que se reproducen costumbres, convertidas en leyes, que obligan a unos y a otros a pasar por el aro de las reuniones familiares, no todos son, o somos, capaces de poner al mal tiempo buena cara. Toca pensar en quiénes y dónde, así como los días y en qué circunstancias, incluida la consiguiente, y conveniente, cura de salud, tanto a la hora de tener dispuesta para esos momentos nuestra mejor cara o, en el desafortunado caso alternativo, el de ser precisamente nosotros la mosca cojonera, realizar una cura de humildad por ver si, al fin, damos con la causa, el aspecto o el enemigo directo que nos suele sacar de quicio a las primeras de cambio, o con el que se nos hace insoportable pasar un solo minuto. Luego ya se verá.

Porque no todos disponemos de ese básico y útil saber estar que facilita toda convivencia, capacidad del todo admirable por la habilidad de sus poseedores para congeniar con unos y otros sin mostrar, ni que se note, gestos o posiciones claramente inconvenientes, e incluso contrarias, a la reunión que se celebra. Esa gente que llega con una sonrisa, saluda a todo el mundo, a cada cual según sus hábitos, charla de cualquier cosa sin temor, se sienta a la mesa con quien le asignan a su lado, e incluso es capaz de pasar una buena comida en su compañía, brinda sin rincones, juega, se divierte y cuando toca se despide, es decir, no hace humo a las primeras de cambio, sino que aguanta mientras aquello funciona y solo cuando el ambiente ha decaído, o directamente ya huele, se despide con idéntica amabilidad y educación hasta la próxima.

Creo que el problema, si puede decirse tal en este caso, es que se trata de nuestro problema, siempre el mismo, una diplomática cuestión de respeto y transigencia a la hora de la convivencia y saber estar, independientemente de dónde y con quién. También es cierto que hay personas inaguantables, en muchos casos sin que sobre ni una sola letra, pedantes, bordes, tan arrogantes como groseros, hipócritas y cínicos, presumidos, envidiosos, gafes, sarcásticos por desconocimiento, aburridos, egoístas, tímidos, asociales, enamorados en secreto, celosos, plastas, chistosos -que no graciosos-, cabreados, rencorosos, permanentemente resentidos, o enfadados, ignorantes o completamente imbéciles, y que cada cual elija la suya, él mismo incluido. Particularmente me hacen gracia aquellos que acuden o están por estricto compromiso y odian integrarse -por encima del resto-, almas desvalidas que se mueven al azar, como la mosca que no ha sido invitada, o permanecen inmóviles en un lugar, casi mudos, hasta que juzgan que el peaje ha sido suficiente y comienza su ansiedad por ausentarse, mejor desapercibidos, como hasta entonces, o forzados por la excusa más estúpida que se les ocurre, sin que en ningún momento hayan caído en la cuenta de que para eso mejor no acudir, porque nadie les va a echar de menos, e incluso a alguno le habrían facilitado la estancia.

Aunque son peores quienes, cargados de prejuicios, recelos, envidias y problemas personales nunca resueltos -probablemente se excusarían asegurando que a ellos no les sucede nada, son así- acuden de mala gana y en segundos no dejan títere con cabeza, analizando y anotando cada actitud o comportamiento con un inquina que va más allá del odio directo, listos para, a las primeras de cambio y cuando el ambiente pinta favorable, descargar toda la bilis posible contra quienes, siempre según su particular opinión, condicionan, dirigen, desprestigian o simplemente molestan con su sola presencia. O los que, rectos e implacables, censuran opiniones y gestos -sobre todo los “obscenamente cariñosos” en público- atenazados por una pobre autoestima y temerosa represión que les convierte en tristes pero violentas presencias.

Es lo que viene y lo que hay, como todos los años, que cada cual escoja su personaje y después, mejor antes, por lo que tiene a la hora de facilitar la convivencia, haga un valiente examen de conciencia y se juzgue con la mayor objetividad posible.

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