Olvido

Pasado un mes de las devastadoras inundaciones en la costa mediterránea las víctimas suspiran por no caer en el olvido, siguen ahí, con la mayoría de sus problemas sin resolver, y lo que es peor, con desalentadoras perspectivas, además de tener que competir con la fiesta consumista que se nos viene encima. Muchos de ellos obligados a pensar en sobrevivir en lugar de consumir, realidad palmaria ante la que poco puede hacerse cuando, tras las primeras reacciones, el inapelable transcurso del tiempo comienza a nivelar peligrosamente lo acontecido, incluidas las excepciones, nuevamente vistas y tomadas como lo que son, excepcionalidades para las que no siempre se está preparado, ni material ni profesionalmente, por lo común optimistas o tenazmente indiferentes ante el porvenir. Porque, aunque sabemos que nunca llueve a gusto de todos, no siempre, o nunca, te cae un chaparrón que te deja tan desnudo como viniste al mundo. A eso también se le llama mala suerte, pensarán algunos, manifestación que corta de raíz cualquier otro comentario y elimina de un solo golpe la sola búsqueda de circunstancias o razones que pudieran ser utilizadas como atenuantes. Es lo que hay.

Y llevan razón las víctimas, porque temen lo peor, y lo peor es el olvido, esa tremenda receta que el tiempo, que lo cura todo, como suele decirse, pone en práctica cuando su solo transcurrir nos dice que ya estamos llegando tarde.

El escritor colombiano Héctor Abad escribió una especie de crónica íntima de la figura de su propio padre a partir de su cruel asesinato y la tituló El olvido que seremos, título que casi  te deja mudo a poco que uno se detenga en la desoladora realidad que muestran esas cuatro palabras, una evidencia palpable ante la que poco, o directamente nada, podemos hacer. El mismo olvido que poco a poco viene tragándose al ya no tan reciente conflicto judeo-palestino. Y qué decir de la guerra en Ucrania, más páginas que ya pasamos con algo de fastidio porque no dejan de repetirse dejando al aire nuestra impotencia; un nada que hacer que pone sobre la mesa una clamorosa irrelevancia individual que nos convierte en insignificantes espectadores, también de nuestras propias vidas.

Adiestrados en la práctica de la inapelable sentencia de que el tiempo lo cura todo, frase lapidaria que probablemente habremos asumido resignados en más de una ocasión, sobre todo porque ya no se podía hacer otra cosa ante la imperativa realidad de los hechos, también es cierto que sin ese olvido que impone el tiempo sería imposible vivir con un mínimo de cordura, ¿luego? Son esos primeros momentos los realmente importantes, donde más ha de notarse la presencia y el apoyo, el esfuerzo y la ayuda de quienes, más afortunados, son capaces de ponerse en nuestro lugar y actuar en consecuencia tras lo inevitable, ¿y después? Volverán a repetirse las obligadas preguntas de si se podría haber hecho mejor, disponiendo de medios y la prevención adecuados, también de personas capaces de actuar con celeridad y eficacia ante el inevitable transcurso del tiempo, cuando siempre es tarde porque lo que no debía suceder sucedió. Todo ello en competencia con un olvido que poco a poco irá limando las aristas del dolor y convirtiendo en resignación la voluntad de unas víctimas que, desgraciadamente, corren el peligro de eternizarse mientras alrededor los días soleados van cayendo uno detrás de otro.

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