Venganza

No recuerdo cuantas veces he visto, sobre todo en el cine y probablemente en más ocasiones de las que creo, que en el momento de la venganza -¡al fin!- uno de los personajes, cercano al dispuesto a resarcirse por el agravio o daño recibido, afirma o pregunta si la misma venganza devolverá a la vida a la víctima o víctimas, si es que las hay, o eliminará el daño ya causado, a lo que el interesado generalmente no responde, se encoje de hombros, no sabe o solo duda mientras intenta llevar su dolor o frustración lo mejor que puede. Venganza que a la postre se cumple y con ella uno de los objetivos, si no el principal, de la historia que nos estaban contando, incluida esa pequeña satisfacción que el espectador -o también lector- sienten por su cumplimiento. Satisfacción al mismo tiempo cómplice y culpable porque, siendo generalmente uno de los motivos de la historia -o el principal-, suele dejar un regusto amargo que jamás compensa por completo el sufrimiento padecido, y que probablemente se seguirá padeciendo, como las pérdidas habidas. Otra cosa es que la venganza, como tema, sea suficiente para atraer y entretener a todos aquellos que se acercan a la historia, ya que generalmente suele ser la excusa de una gran mayoría de aquellas y uno de los motivos que justifica el interés del público.

Hablo de esas pequeñas e íntimas satisfacciones que procuran las miles de historias, cuentos, leyendas etc., da igual el formato o el medio mediante el que accedamos a ellas, que nos entretienen, interesan y en algún modo nos forman. También esas venganzas subsidiarias, hasta intrascendentes, que, repito, como lectores o espectadores disfrutamos cuando, por ejemplo, el protagonista da su merecido a quien se burla, avasalla, humilla o directamente agrede a otro sin razón, por chulería o simple demostración de poder.

La venganza es también una satisfacción que conlleva una especie de poso amargo, o culpa, que probablemente no todos -lectores o espectadores- han de sentir por igual, como imagino que habrá quienes realmente disfruten con ella e incluso la consideren el único motivo que justifica el estar vivos; entiendo esa culpa como sentimiento a costa de un influyente y siempre presente ascendente cristiano con el que no siempre ha cargado nuestra propia historia. Desde el primer ojo por ojo y diente por diente bíblico, o en el mismísimo Código de Hammurabi, los actos de venganza de cualquier tipo han sido vistos como indispensables, e incluso necesarios, para regular y en algún modo compensar de forma merecida, o justa, la convivencia humana y los inevitables roces que procura. Otra cosa es ese poso final de amargura o tristeza que impide que la supuesta satisfacción del vengado, o vengados, sea completa; porque después ¿qué? ¿realmente el vengado es más feliz o se siente mejor cuando en su regreso a la vida vuelve a encontrare con el dolor o la pérdida que justificó la venganza?

El Dios del Antiguo Testamento es intolerante, vengativo y cruel ¿entonces? Todos los que se dicen cristianos también han de serlo o, dándose un minuto de reflexión, también deben recordar esa segunda opción de los Evangelios que habla de poner la otra mejilla. ¿Por qué la venganza, sobre todo las más corrientes, nimias y estúpidas, nos procuran esa íntima y a veces culpable sensación de satisfacción cuando las sabemos, entendemos o incluso ponemos en práctica?

Es probable que muchas personas piensen que la venganza no tiene nada de injusta o culpable, ni siquiera excesiva, sino que se trata del “justo castigo” a pagar por parte de quien ha cometido de forma consciente un acto reprobable o ha causado pérdidas en mucho casos irrecuperables. Quizás estoy hablando de una cuestión tan instintivamente humana que tomarla de forma independiente al margen de su propietario no tiene mucho sentido, puesto que se trata de una manifestación cultural que la propia y obligada convivencia ha hecho indispensable en el funcionamiento de los grupos, organizaciones y sociedades humanas. Luego somos por defecto vengativos, hasta en las cuestiones más ínfimas e intrascendentes. O la razón, esa otra parte de nuestra constitución, ha de tener mayor peso e importancia a la hora de regir nuestras vidas. El presente de la especie no transcurre, ni mucho menos, por este último camino, y hemos llegado a un punto en el que todo con lo que no estamos de acuerdo nos parece una ofensa que vengar.

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