Se supone que cuando votamos en unas elecciones, de cualquier tipo, intentamos elegir a individuos capacitados para dirigir una sociedad tan compleja como la nuestra, con cada vez más divisiones y diferenciación de ámbitos, secciones y personas a las que acoge. Una ardua tarea que deberíamos dejar en manos de gente competente capaz de rodearse de los mejores en cada uno de sus sectores, empezando por el conocimiento, experiencia y dedicación del primero de sus representantes y siguiendo con su solvente capacidad para elegir entre el funcionariado disponible y, en caso de ser necesario, asesorándose entre los más cualificados en su terreno. Todo ello con el objeto de, como desgraciadamente se requiere en la zona mediterránea, disponer del personal y los medios indispensables para actuar con prontitud y eficiencia ante situaciones como la presente.
Pero me temo que, también en esta ocasión, el fracaso ha sido y está siendo más que estrepitoso, o alarmante. No hay más que ver la cara de sonado incompetente, superado por todos lados e incapaz de reaccionar, del máximo representante autonómico. Y, por si fuera poco, teniendo que bregar con unas víctimas que, incapaces de reaccionar más allá del reconocimiento y asunción de unas pérdidas propias que se sufren y sienten casi insalvables, o en muchos casos definitivas, no ve ni dispone de ayuda, medios o cualquier despliegue logístico o de personal que sentir como próximo y competente, todo lo contrario.
Si ya es una desgracia sufrir tal percance en unas vidas que hasta entonces se intentaban llevar con normalidad, dentro de lo que normalidad significa según quién y qué, solo faltaba que quienes fueron elegidos por estos mismos para dirigir -y que cada cual asuma sus razones para hacerlo como lo hizo y si ahora le parecen pertinentes- no sepan ni se molesten en actuar con acierto y prontitud; ya no digo informar y dar una imagen de seguridad, confianza y saber hacer, sino pringándose desde el primer momento ofreciendo un sólido apoyo, tanto material como, y no menos importante, anímico.
Los hechos son los que son y de nada vale lamentarse o perder el tiempo con aquello de por qué a mí. Ya habrá tiempo de dilucidar si fue el azar, el abandono, las malas decisiones, las imprevisiones o la puta mala suerte. Tampoco tiene mucho sentido, aunque se pretenda comprensible y/o justificado -porque la violencia tiene poca o ninguna justificación-, cargar contra quienes, en su papel, deben hacer acto de presencia allí donde se les requiere, aunque solo sea para apoyar moralmente, algo que de no haber sucedido también habría sido denunciado. ¿Entonces?
Primero reconocernos en nuestra endémica debilidad no creyéndonos por encima de o al margen, tampoco habituarnos a mirar hacia otro lado cuando no somos los protagonistas o, lo que es peor, las víctimas. Saber que esta sociedad se vive y hace entre todos, y a la hora de elegir a quienes en su momento han de tener la última palabra decidirnos por los más capaces, dejar a un lado ese presente acaparador, mezquino y cortoplacista y a aquellos que, sin aportar nada de nada, gritan y denuncian con la sola intención de crear confusión y destruir lo poco que tenemos y en algunos casos funciona, pregonando mierda y falsedades con la sola intención de regresar a su único beneficio, dejando a los demás en el más completo abandono. Dicen que es la sociedad la que nos hace, que solo nos queda asumir lo que hemos hecho y tenemos delante, pero no dicen que, aún hoy, afortunadamente, seguimos siendo nosotros los que la formamos, y no únicamente como las sempiternas víctimas.