La Calórica

En una estupenda jornada de otoño la plaza lucía abarrotada de residentes y visitantes en tarde de domingo. Bares, establecimientos de alimentación y tabernas ofrecían ofertas de pinchos y botellines que congregaban a una multitud de jóvenes con ganas de pasárselo bien. En contraste con tan gratas expectativas una familia sudamericana ocupaba la totalidad de un banco público con una lata de refresco en la mano, miraban alrededor entre curiosos y resignados ante su presente, probablemente de descanso, un breve interludio en medio de ningún sitio antes del inicio de otra semana agotadora.

Otros accedíamos al teatro entre risueños y expectantes, a una decena de minutos del comienzo de la función. Aconsejados y animados por amigos y conocidos en la capital catalana, por fin íbamos a asistir a una representación de una de las compañías de referencia en Cataluña. Unos más entre un numeroso público en el que prevalecía una juventud moderna, guapa y satisfecha, y que como sorprendentemente comprobamos al final acudía al teatro ya previamente ganada para la causa. Una juventud que aplaudió, grito y se levantó al final de la obra, mientras nosotros nos mirábamos, repito, sorprendidos e intentando adivinar qué nos habíamos perdido en la hora y media que duró la representación.

Y así abandonamos la sala, intrigados y preguntándonos qué se nos había pasado o no entendido, por qué nuestra sorpresa cuando la sala al unísono se levantó, aplaudió y grito antes incluso de que la representación llegara a su término.

Después, mientras cenábamos, seguimos intentando dar con la clave que nos faltaba, repasando una obra típicamente burguesa, impecablemente dirigida e interpretada, que pretendía mostrar el mundo visto por una burguesía profesional, políglota, progresista y guapa con tendencias woke -tal vez por aquello de estar rabiosamente al día.

Con la excusa del Congreso de Viena, celebrado en 1814 -el tema principal de la obra-, habíamos asistido a una especie de farsa, repito, muy bien dirigida e interpretada, que, de no ser por una voz en off encargada de guiar al espectador acerca de lo que ocurría sobre el escenario, habría quedado en un esmerado, blando e ininteligible divertimento. Un espectáculo que desde la primera y aislada escena, en la que aparecen un par de personajes de una isla remota del Índico -como inevitable peaje identitario y reivindicativo del progresismo catalán-, pronto olvidada por el espectador, así como por el posterior desarrollo de los preámbulos y anécdotas del citado Congreso, deja al espectador intrigado en la butaca aguardando a que aquello vaya cobrando forma. No falta la irremediable sátira, tan grotesca como carente de sitio, del representante español cateto, chabacano e inculto -obligada denuncia de la cutrez y precariedad histórica del estado español opresor del pueblo catalán; reída por el público. Incluso hay tiempo para un largo discurso en inglés de Margaret Thatcher, difícil de encajar, que intenta trazar un hilo conductor y actuar como colofón de una historia que definitivamente carece de pulso argumental. Para acabar diciéndonos que la solución a la total ausencia de justicia social en este mundo que cruelmente dirige el actual neoliberalismo imperante consiste en que los pobres se pongan a bailar. Y fin.

Que la burguesía, en este caso la catalana, además de demostrar que sabe de lenguas, se encargue de proclamar las debilidades, derroche e ineptitud de su gran enemigo histórico, la aristocracia, quien se opuso durante años a su ascenso y gobierno de la sociedad, es una cosa, e intentar relacionar dichas  cuestiones con el neoliberalismo más salvaje que iniciaron al unísono los gobiernos de Thatcher y Reagan es otra. Hay por medio todo un siglo XIX con dos movimientos revolucionarios internacionales que ni aparecen, además de dos cruentas guerras mundiales -por resaltar lo más importante- que dieron forma al panorama que se encontró y destruyó la primera ministra británica. Hay que ser muy imaginativo, o tener poco aprecio por la historia, para pretender atar unos cabos a años de distancia unos de otros.

Ante tal precariedad argumental, la representación queda en un bonito y dócil espectáculo al que solo se le ocurre como colofón poner a bailar al patio de butacas como representante de la parte más maltratada de la población mundial, una servidumbre que salta y baila contenta y al parecer liberada, eso sí, mientras los burgueses son los que dirigen ahora la orquesta.

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