Pasado este largo periodo festivo, deslucidos o directamente suspendidos sus esperados esplendores y celebraciones -esa especie de paradoja, contradicción o disparate que ya a nadie preocupa-, queda un sabor que no por conocido me ha pasado desapercibido, como de costumbre. Debido a las malas condiciones meteorológicas numerosas exhibiciones de ese fervor o religiosidad tan aparatosa de la que nos gusta hacer gala han debido suspenderse para cabreo, dolor y llanto de los participantes e intervinientes, mujeres y hombres frustrados por no poder mostrar públicamente -también a pesar de ir ocultos- su particular devoción o concepción de lo religioso; en muchos casos algo tan personal que llega un momento en el que todo vale, porque ¿quién le va a decir a nadie que lo que siente, o dice que siente, es menos fervoroso o sincero? ¿La Iglesia? ¿Y qué saben los curas de como yo siento y vivo mi fe?
Discutir sobre ello probablemente no nos llevaría a ningún sitio y sí a enfadar, ofender y enfurecer a tantos que consideran la pasada semana festiva como algo tan suyo que nadie más que ellos sabe apreciarlo y entenderlo como corresponde. Y de ser preguntados quizás no sabrían explicar eso que llevan y sienten tan dentro. Unas pulsiones y emociones que, sin embargo, nada tienen que ver con la religión que pretende justificarlas, tampoco con la tradición, y si con una serie de prácticas alimentadas por un inconsciente universal bajo el que se mueven recuerdos, temores, represiones, circunstancias y situaciones, reales o no, de un pasado lejano del que ha desaparecido toda referencia consciente.
Que la Iglesia, en su persistente afán por extender su poder y dominio sobre pueblos e individuos, decidiera en su momento rediseñar, enmascarar e incorporar ritualizando a su medida las numerosas manifestaciones locales, mágicas o espirituales con las que fue tropezando en su metódica colonización del mundo conocido es otra cuestión bien distinta. Tan sistemático empeño ha dado como resultado un santoral infinito en el que no se adivinan cabos sueltos, hasta el punto de que la más ignota superstición o el más recóndito nacionalismo de terruño disponen automáticamente de su correlato correspondiente a la derecha de Dios Padre. Y todos tan contentos. Unos rememorando periódicamente ritos y celebraciones sobre las que no cabe preguntarse -ni puñetera idea-, definitivamente olvidados y desaparecidos los motivos y función originales -a excepción, quizás, de esa necesaria renovación de los vínculos familiares, de clan o tribales que ya Durkheim ponía como origen de las manifestaciones religiosas-, y la Iglesia imponiendo su bendición y la última palabra junto con la correspondiente etiqueta de calidad religiosa allá donde sea necesario para engorde de su numerosa grey.
Pero en ningún caso hablamos de Dios -si es que existe-, libros sagrados, amor, pobreza, misericordia, bondad, justicia o respeto hacia el prójimo. Eso son otras cosas, siempre menos relevantes, que a ninguno de los fervorosos participantes, tanto en estas fiestas pasadas como en la infinidad de las que se suceden durante todo el año y el territorio nacional, les interesan o directamente importan. Pero nunca hemos hablado de religión.