Incidente

Por problemas ajenos a nuestra voluntad tuvimos que cambiar de tren, llegando con una hora de retraso a nuestro destino. Entre el personal, tan cansado como fastidiado, algunos acumulaban retrasos e incidencias de otros traslados en un día nefasto para ellos, hablando de transporte; sus posibles enlaces se antojaban imposibles o directamente ya habían partido, luego tocaban ventanillas y reclamaciones, un añadido siempre molesto y trabajoso, aunque todavía quedaban fuerzas y ánimo imaginando que al ser tan flagrante el desaguisado habría algo de comprensión y celeridad a la hora de solucionar sus problemas por parte de la empresa ferroviaria. Eso se decían entre sonrisas resignadas los más optimistas, otras, con cara de palo y para pocos favores, no dejaban de refunfuñar respecto de situaciones y decisiones que, en definitiva, les parecían erróneas o disparatadas. En estos casos prioritariamente se suele pensar en sí mismo, nuestros problemas pintan únicos y sin comparación posible, forzosamente adaptados a las soluciones dadas, aunque siempre cabe otra opción más práctica e inteligente por parte de los organismos decisorios correspondientes, claro, si en todo momento hubiera en ellos gente capaz de no alterarse ante una incidencia y actuar resolutivamente en favor de las respuestas más efectivas o que al menos importunen a un menor número de viajeros.

Una de las parejas perjudicadas invertía el tiempo de diferente modo, él leía pacientemente, el mal estaba hecho y viajaban donde viajaban, no llegaban dónde y cuándo debían llegar por lo que solo quedaba aguardar hasta la ventanilla o el trabajador indicado y su predisposición a facilitar la tarea al viajero afectado por los retrasos. Ella, en cambio, iba y venía del teléfono y ningún sitio, de vez en cuando se quejaba en voz alta buscando la comprensión y correspondencia entre maletas de su compañero que, amable y condescendiente, levantaba lentamente la mirada del libro y acariciaba cariñoso la parte más cercana de su irritada compañera, generalmente la pierna, sonreía, decía unas palabras supuestamente consoladoras en voz muy bajita y regresaba a su lectura. Ella no alteraba su cara de póker, suspiraba e intentaba diluir su cabreo entre las numerosas intrascendencias de las que estaba rodeada. Hasta la próxima ocasión.

Despreocupados de problemas ajenos el resto de los viajeros se dedicaba a sus cosas, más importantes y según necesidades y situaciones, otros, yo mismo, entretenía el trayecto fisgoneando entre el numeroso pasaje. A unos metros de donde me hallaba un hombre entrado en años y vestido con una mínima y pobre dignidad se quejaba en voz alta de su desgraciada situación, disculpándose por lo que estaba haciendo mediante retóricos golpes de pecho, no tenía más remedio, la vida le había puesto en tal tesitura y aunque renegaba de hacer lo que de hecho hacía intentaba justificarlo buscando la comprensión y misericordia entre unos forzados compañeros de tren que en su mayoría no estaban por la labor, porque bastante tenían ellos con lo suyo. Frente a mí un tipo fuerte y tatuado de mediana edad hablaba alto por el teléfono móvil, haciéndolo saber a su interlocutor que ya no puede hacer otra cosa que esperar; realizadas las pruebas solo faltan los resultados y la última palabra de los médicos. Circunstancias que a continuación vuelve a enumerar en esta ocasión a su padre al otro lado del teléfono, cariñoso, directo y campechano con su progenitor, sin edulcorar, el caso es que el marcapasos parece que no funciona como debiera. Lo miro con atención tratando de ponerme en su lugar, andará por la cuarentena -imposible; qué putada. En las pruebas físicas dura lo que dura, y no hay más, en cuanto llegue a casa se va a comer un chuletón y si las palma a tomar por culo. No hay palabras para tal golpe de realidad, a su lado nuestra incidencia ferroviaria es una estúpida nimiedad. Se despide de su padre de forma franca y directa, deseándole un buen turno de trabajo y que ya lo sabe, que él siempre está para lo que haga falta, permaneciendo fijo en el pequeño dispositivo que ahora se dedica a entretener su espera.

Suena otro teléfono junto a mí y un señor mayor con un Parkinson tan alarmante como preocupante intenta contestar a la llamada entre temblores que ponen la piel de gallina, unos pocos toques indispensables en la superficie del teléfono que, viéndolo, se antojan imposibles. Agotado el tiempo de espera el hombre, tan habituado como paciente, vuelve a buscar al del otro lado consiguiendo finalmente pulsar para una devolución que es prontamente respondida. Finaliza la llamada y silencia el teléfono regresando a su espera, nuestra espera común, experto en su propio calvario y tan diestro como sobrio. Cuando no es posible elegir en temas de salud siempre existen dos opciones, apechugar con lo que hay o darte cocotazos contra la pared, opción esta última que te dejará la cabeza hecha una mierda y no solucionará la primera, el problema seguirá estando ahí. Problemas que no tienen un par de chavales de corta edad atendiendo, serios y concentrados, a los consejos y advertencias de su padre sobre cómo comportarse en tales lugares, estar siempre atentos, qué hacer, de qué tener cuidado y qué evitar. Y tras un mínimo silencio reparador, o reflexivo, el tiempo justo para intentar asimilar lo oído, el más pequeño alza los brazos hacia su padre que cariñosamente lo levanta y lo apoya sobre su pecho. Sonrío. No me acuerdo de nuestro incidente.

Esta entrada fue publicada en Sociedad. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario