De pronto surgen por doquier numerosos establecimientos dedicados a las uñas, y quiero imaginar que, independientemente de su en muchos casos ostentosa, chillona y hortera decoración, aquellos también se aplicarán a su cuidado, lo que siempre es de agradecer, porque es mucho mejor llevarlas limpias que taponadas de suciedad; aunque, bien pensado, una buena pintura y las correspondientes y tenebrosas prolongaciones pueden ocultar un montón de mierda. Pero eso es otra cosa.
Lo que también me llama la atención es que en muchos de estos pequeños negocios la publicidad y cartelería externa no muestre la palabra motivo de su actividad en castellano, sino en inglés, es decir, nails, cuestión no menos importante porque quizás puede dar lugar a confusiones o equívocos, como que el inexperto paseante o hipotético cliente desconozcan en primera instancia la dedicación del establecimiento. Y si le preguntáramos a los respectivos propietarios sobre el porqué de tal elección probablemente no sabrían qué respondernos; encogimiento de hombros y cara de no saber muy bien de qué va la pregunta, si hay trampa, o aquello tan socorrido de que de ese modo parece más moderno. Porque en todos sitios se hace o… qué más da, si la gente lo entiende… o directamente no sé. También pudiera ser que uñas, así, en grande, luzca peor o más vulgar, poco elegante o incluso sucio. Por mi parte tampoco imagino cual sería exactamente el motivo para elegir la traslación al inglés en lugar de la palabra castellana. Siempre queda el socorrido y pobre ¡qué más da!
Negocio tan llamativo como aparatoso, además de gustos más bien turbios e inquietantes -siempre según mi punto de vista, incluso algo repulsivo. Una incómoda sensación que me traslada a los años ochenta y a la velocista norteamericana Florence Griffith y sus enormes y estrafalarias uñas. Mujer probablemente dada a los excesos y sobre la que todavía se cierne la sospecha del consumo de sustancias prohibidas que la llevaron a mostrar, de la noche a la mañana, una musculatura excesiva y conseguir unos récords tan inimaginables entonces como todavía hoy. Retirándose de la competición en el momento en el que se anunciaron los análisis no programados entre los deportistas en activo. Circunstancias que también se cree influyeron de forma determinante en su prematura muerte antes de la cuarentena.
Uñas que, por otro lado, también me llevan a un hotel en la orilla del Hudson, en Nueva York, hace unos quince años, y a una joven recepcionista de pelo largo y lacio envuelta por la tenebrosa oscuridad de una recepción que recordaba a una película de maleantes, y con la que formalizábamos el correspondiente registro. La joven, armada con unas enormes uñas decoradas de forma que entonces nos pareció no sé si pintoresca o grotesca -nos mirábamos unos a otras tan curiosas como sorprendidos, puede que hasta algo alarmados-, manipulaba con cierta dificultad el papeleo correspondiente de unos españoles de pueblo que nunca habían visto tan cerca algo así. Intrigados y algo reticentes cada vez que, debido al normal intercambio de formularios y firmas, nuestras manos se aproximaban de forma peligrosa. Aunque probablemente el problema fuera nuestro, que éramos los extranjeros.
Volviendo al tema de estas letras y al desaforado y aparatoso despliegue decorativo de las células muertas endurecidas que protegen las falanges de nuestros dedos, también me llama la atención que una de las partes más precisas y sensibles de nuestro cuerpo, las yemas de los dedos, queden ocultas y casi inutilizadas por el hecho de manipular y “decorar” -o directamente deformar- de forma tan furibunda las pequeñas superficies que las protegen. Lo que no deja de ser un grosero y chabacano despliegue de ungüentos, añadidos y colores que, supongo, pretenden mostrar… exactamente qué ¿el mal gusto del que nos gusta alardear?