Nunca pensaba en sí misma -¿por qué habría de hacerlo?-, es decir, nunca pensaba en, por ejemplo, porque pensaba del modo que pensaba, sus motivos, razones o las circunstancias que le hacían trajinar con el modelo y tipo de vida que llevaba, incluidos sus pensamientos. Es cierto que la cosa iba de que nunca tenía tiempo -no podía ser de otro modo-, como también le gustaba creer, además de hacer todo lo posible para que ello sucediera; un día a día frenético que sobre el papel carecía de pausas, con algún que otro destello de lucidez rápidamente espantado con la siguiente e ineludible obligación.
El caso era no parar, contando con y a pesar de esos esporádicos y breves instantes de clarividencia solventados con prontitud fingiendo que no sucedía nada, un pequeño lapsus que suscitaba un segundo de duda casi siempre debido a que en ese preciso momento las cosas no pintaban según lo previsto; la falta de tiempo -¡vaya noticia! Precisamente entonces no era el momento, por supuesto, ni mucho menos para, como presunta terapia -¡qué tontería!- demorarse en sí misma, perder el tiempo haciéndose preguntas o interesarse en por qué o cómo se sentía -¡qué memez!-; qué tal le iba o si merecía la pena esto o aquello. Pero qué era aquello tan en apariencia preocupante sino ella misma un día tras otro, lo que todos dicen que es la vida, y no tenía otra -¡¿entonces!?
Aunque de partida y con el objeto de impedir tales lagunas -más bien charcos-, situaciones, estado o confusión, o paranoia, o absurdo interludio peligrosamente próximo a un capítulo de manual de autoayuda que no le apetecía ni estaba dispuesta a leer, contaba con un instrumento y aliado fundamental, su agenda. Porque sí, todo se reducía a una cuestión de tiempo debido al alto ritmo que se autoimponía desde que se levantaba, ya desde la noche anterior, y como bien sabía y de ello se ocupaba en la misma no debía aparecer ningún instante dedicado o que diera opciones a hipotéticas pausas o tendencias reflexivas, o como quiera que pudiera llamarse aquello, tampoco para pensar en su necesidad, o su ya dicha y evidente ausencia.
Y así sucesivamente, un día tras otro, ese era el plan, en el que no estaban incluidas esas fatídicas circunstancias -siempre accidentales- que la obligaban a detenerse o aguardar en contra de su voluntad, porque no siempre las cosas sucedían tal y como había planeado o simplemente quería, retrocedía de inmediato a la búsqueda del error propiciatorio, siempre por su parte, la causa, extraña o anormal, en ocasiones no prevista o directamente qué había hecho mal para llegar a tal interludio vacío. Tarea engorrosa porque nunca encontraba, luego no existía, ese atenuante del que ella misma fuera la causa que justificara semejantes lapsos o accidentes -como los llamaba-, concluyendo que en todas las ocasiones era debido a cuestiones externas o ajenas, jamás debidas a su propia voluntad y/o, ni mucho menos, a un error organizativo de partida. Porque, y eso también era evidente, lo que acontecía fuera de ella y su voluntad, a su alrededor, no tenía vida propia, sino que era y ocurría en función de su consciente y voluntaria presencia, motivo único y exclusivo por el que todo lo que en la vida, su vida, era, nombrable y por ello existente, lo era gracias a ella. No existía otro mundo que el suyo. O sí. Pero ¿qué significaba entonces qué o quién si ella no podía estar allí para dar fe y constancia de ello?
Es decir, todo aquello que no exigía o precisaba de algún modo su presencia, y todo era todo, absolutamente todo, era como si no fuera, ni existiera; aquello, aquellas y aquellos con los que obligadamente tenía que intercambiar o compartir tiempo y espacio existían porque ella era, o pensaba, aunque ¿qué más daba? Y qué puñetas hacía precisamente allí, entre aquellas veleidades, la había vuelto a cagar, y a traición. Perder el tiempo en semejantes mamarrachadas. Con lo que tenía que hacer.