Degustación

Una de las tareas más esforzada y menos agradecida, nada valorada entre sus principales disfrutadores, todo lo contrario, tomada más bien con indiferencia e incluso despreciada por, según aquellos, nulo valor (¿?), ha sido pensar la comida, del día o del siguiente, o de toda la semana. Tarea casi siempre realizada por mujeres sin que apenas ninguno de los comensales valorara el tiempo invertido en pensar, elegir, comprar y llevar a cabo la elaboración de los miles de platos deglutidos en muchos casos como si no hubiera mañana. Se trata únicamente de comida.

Ignoro si tal desagradecimiento histórico sigue en auge o viene decreciendo a tenor de los tiempos tan movidos que vivimos. Para mucha gente comer es lo que obligadamente hay que hacer si no quieres morirte, con lo que se perderían millones de vidas interesantísimas -dicho sin sarcasmo. Para eso precisamente está la comida preparada, preelaborada o directamente rápida, alimentos confeccionados por toneladas con aquello que el estómago pueda digerir sin molestias -todo consiste en un buen laboratorio que consiga darle el sabor y punto preciso al mejunje, mejor si recuerda a aquellos deliciosos sabores infantiles -de cuando no teníamos ni idea de que comer fuera una dedicación de cierta importancia, ni nos preocupaba- que generalmente acaban en un altar de nuestro subconsciente.

También existe la opción de salir a comer fuera de casa, ahorrándote pensamiento y limpieza -¡qué felicidad!-, tema este que tiene que ver, y mucho, con el bolsillo, aunque si se trata meramente de ingerir cuatro cosas existen menús que solo pensarlos ya cuestan más del precio que aparece en la carta -de los productos mejor no hablar.

Todavía no he dicho -fallo mío- que para comer siempre es mejor tener apetito, por aquello de justificar el tiempo invertido en ello, amén del dinero. Por eso existen las casas de comidas y los restaurantes, aunque no en todos uno puede comer porque precisamente es la hora y tiene hambre. Últimamente hay, cada vez más, establecimientos del gremio en los que, sin embargo, no se come, se degusta. Y eso ya son palabras mayores. Es decir, si uno es tan vulgar que solo tiene algo tan prosaico como hambre le vale cualquier cosa, pero si lo que desea es comer en mayúsculas, con o sin apetito, existen infinidad de laboratorios culinarios en los que directamente casi tocarás el cielo, con un inconveniente, que comerás lo que el propietario quiera, que es el que sabe, el artista; tú solo tienes callar y pagar lo que te pidan, y chitón sobre el precio o quedarás como un ignorante rácano y miserable. Nada de sentarte y decir que quieres esto o aquello, porque te apetecen ciertos platos elaborados con buenos productos y bien cocinados -que vulgaridad-, sino que tendrás que dejarte atrapar, envolver, timar, engatusar, estafar, levitar y casi tocar el cielo con los microplatos que la dirección tenga a bien conformarte -en algunos casos decenas de ellos. Con el inconveniente o sospechosa mosca de que si no das la talla, es decir, si se te ocurre poner cara de no saber o decir que aquel diseño artísticamente contrastado no te gusta, quedarás como un palurdo pretencioso que no sabe ni dónde tiene la mano derecha; un advenedizo con ínfulas que tiene dinero y no sabe dónde gastarlo. Con lo cual mejor que no molestes y te largues a la puta calle porque allí solo aceptan gente con gusto, no tipos que quieren comer -¡qué vulgaridad!

Y así andamos, por lo que en lo sucesivo, cuando se reúnan con esos amigos que cuentan como si de un viaje a las estrellas se tratara el último menú de degustación que paladearon y disfrutaron -tal que ángeles-, tengan preparada una contra oferta de lustre, que también toque el cielo, de lo contrario quedarán como unos simples que solo ingieren alimentos cuando tienen hambre.

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