El camino de vuelta era largo, no tenía prisa y la meteorología me permitía caminar abrigadamente cómodo, muy a gusto. Tenía tiempo para darle vueltas a muchas de las cosas que acababa de oír, más, también a sacar algunas conclusiones que a medida que mis pasos me llevaban de regreso fluían con curiosa facilidad. Cuando hablamos incorporamos a nuestro discurso nuestra propia vida, sin necesidad de nostalgias, recuerdos o batallitas de otras épocas, basta con contar cualquier cosa de nuestro día a día, o comportamientos y reacciones a situaciones tan normales como las relaciones con nuestros propios hijos, dónde transigimos, qué aceptamos -que en otro momento jamás hubiéramos hecho-, qué permitimos y en qué callamos por prudencia, o porque prima el cariño por encima de unas circunstancias que, siendo también nuestras puesto que las vivimos, somos unos de los protagonistas, sin embargo actuamos como si no nos pertenecieran, cediendo y callando ante hechos y situaciones que sí merecen nuestro comentario -cuando probablemente existe en el otro lado de la discusión otra persona en nuestras mismas circunstancias que en cambio decide no callar y tratar de imponer su voluntad.
Callamos por prudencia, como dije más arriba, porque no nos digan entrometidos, por miedo a ser censurados, puede que despectivamente, como si ya no perteneciéramos a este mundo y hubiéramos de permanecer en silencio cuando antes jamás lo habríamos hecho porque directamente aquello estaba mal o es claramente injusto, y perdemos al permitir que circunstancias y situaciones que no deberían repetirse, injustas, repito, prevalezcan gracias a nuestro negligente silencio. Intentamos pasar página con rapidez por miedo a ser tachados de carcas o antiguos, o directamente dejados a un lado, ridiculizados o desahuciados como intransigentes provenientes de otra época. Pero es probable que en muchos de esos casos los hechos sean tan malos o desafortunados como lo fueron antes, o siempre, y nosotros somos mayores pero seguimos conservando la lucidez. Porque, recuerdo, siempre hay al otro lado alguien que decide no callarse e imponer su voluntad. Mal por nuestra parte.
Y, como decía, una de las realidades en las que solemos fracasar tiene que ver con nuestros propios hijos, no en cuanto a su educación, enseñanzas, prioridades y valores que en el grupo de donde venía, creo que sin equivocarme, eran claramente respetuosos, tolerantes, democráticos y universalistas, totalmente contrarios a la violenta y reaccionaria intolerancia de una dictadura a la que sobrevivimos casi a punto de la asfixia. Algunos de ellos aún andan buscándose por medio mundo, otros, tal vez menos intrépidos, formaron una familia y sentaron la cabeza de la mano de un trabajo más o menos decente; como también los hay que, más inquietos e inteligentes, hoy dirigen importantes departamentos en multinacionales internacionales. Varios directamente relacionados, también mediante vínculos familiares, con empresas, familias y personas en las antípodas de nuestra forma de pensar y ver el mundo. Y es precisamente en ese terreno donde se evidencian formas, comportamientos y cuestiones con las que toca transigir a costa de no enfangar unas relaciones en las que irremediablemente pasa a primar el cariño por encima de cuestiones que fueron, siguen siendo y siempre serán injustas, intolerantes o directamente reaccionarias.
Indudablemente, como adultos tenemos derecho a constituir nuestro propio mundo y familia, pero ¿hasta el punto de hacer, pensar y comportarnos de forma totalmente contrarias a lo que nos enseñaron? ¿obligando a nuestros propios padres a callarse o dejarlos a un lado por recordarte, como tú bien sabes, que lo que estás haciendo contradice lo que aprendiste, no es justo o directamente está mal? Porque es muy probable que del otro lado haya una empresa, una familia o una persona que intenta sin ningún recato imponer sus puntos de vista, que se aceptan sin preguntar a costa de censurar y en algún modo obligar a callar a los que parece que ya no son “los tuyos” porque no tienes ganas de problemas.
Hijos que “serán abducidos por el lado oscuro” de una sociedad cada vez más cruel e implacable, olvidando sus orígenes y en muchos casos desgraciadamente pasándose a convertir en defensores de los enemigos directos de los progenitores que los educaron con todo el cariño del mundo, a los que es preferible hacer callar u abandonar con tal de no tenerlos que oír.