Hay quienes viven a piñón fijo, atrás y casi olvidadas las fechas más tempranas de sus vidas en las que el crecimiento es controlado, vigilado y parcelado por los adultos de entonces, obligaciones impuestas a las que prácticamente todos los individuos se avienen, es cierto que sin su propio consentimiento y sin que haya mucho más que hacer, quizás optando por variaciones o alternativas que promuevan o indaguen en otras formas de crecer, ser y vivir el tiempo que nos ha tocado.
Sin embargo, la generalidad de las personas, tras esos primeros años de desconocimiento, aprendizaje y obligaciones se avienen a plegarse a fechas, momentos y celebraciones que de un modo u otro van pautando y fraccionando sus vidas, facilitando la compartimentación en etapas y la parcelación de los consiguientes recuerdos que finalmente acabarán configurando el transcurso de los años. Incluso los hay que celebran y fomentan tales hitos, por rutina, gusto, accesibilidad o aprensión a que la propia vida aparezca como un único camino sin recesos ni zonas de descanso.
Probablemente esta ritualización de la propia existencia es mucho más importante de lo que a primera vista parece, pues permite la reflexión, los análisis y las valoraciones por lo hecho o vivido, las reconsideraciones, rectificaciones, puntos de no retorno y la creación de nuevos u otros planteamientos en algún momento considerados convenientes, inevitables o simplemente necesarios para el buen transcurso de los propios días.
Las ferias y fiestas locales constituyen uno de esos pasos, fundamentales en y durante la infancia, diría que vitales e inolvidables, un antes y un después en el árido año escolar. Le sigue una adolescencia tan equívoca como contradictoria, en convivencia con un amor-odio hacia esos pocos pero trascendentales días que obliga a moverse más por impresiones y temperamento que por convicciones o gustos más o menos definidos. Situación que suele dar paso a un desapego juvenil que en algunos casos lleva casi a su desaparición del panorama personal. Indiferencia o abandono que puede ser definitivo si las circunstancias de la propia vida obligan a alejarte de forma inevitable de lugares y fechas, quizás sin vuelta atrás.
Pasados esos años en los que los instintos y deseos más primarios gobiernan la voluntad se llega a un periodo adulto inicial en el que nunca se acaba de encajar del todo, en parte por el miedo a perder nunca se sabe qué que tanto placer nos procuraba hasta entonces, en parte por todavía no entender muy bien en qué consiste eso de crecer y convertirse y comportarse como un adulto, y en parte por el simple no saber de qué va aquello; algo que prácticamente le sucede a la totalidad, sin que exista un programa o guía rápida para ello, siendo la opción más práctica y elemental que cada cual ha de sortear con lo suyo y decidir durante como le enseñaron o aprendió, con todo lo bueno y malo que ello significa.
Luego se irán acumulando los años, como suele decirse, sin darte cuenta, las fechas, los buenos y malos momentos, los amores, los fracasos e incluso los hijos, dándose una serie de secuencias y alternancias siempre imprevisibles, hasta sorprendentes, en permanente lucha con un hastío creciente que sin saber cómo puede acabar sepultando todo vestigio de ilusión que pudiera quedar en el fondo de un alma cada vez más cansada de bregar sin aprender, de trajinar sin apreciar y saborear lo aprendido, en definitiva, de vivir sin darte cuenta de que es eso lo que estás haciendo. Llegarán más tarde las pausas de los recuerdos, las intercesiones, la añoranza, si cabe, hacia el lugar y las fiestas; la inevitable nostalgia, el redescubrimiento de los años, las repeticiones, también el aburrimiento, más hastío o incomprensión, vuelta a la renuncia, abandono e incluso odio hacia las mismas fiestas que entonces serán utilizadas para huir sin entender que precisamente por permitirnos la huida siguen siendo tanto o más fiestas.
Hasta el punto de ser capaces de resumir nuestra vida en fiestas, así como suena, relajados en un apaciguamiento que incluso tiene hueco para una renovada frescura, el deleite, la participación y el disfrute, que no deja de ser un reconocimiento y reconciliación con nosotros mismos.