Capital

No hay nada más desolador que la imagen de una ciudad abandonada por sus propios regidores, en permanente asalto destructivo, más que reconstructivo o mejorable, dejada por desidia, codicia, incompetencia o puro desprecio, no solo hacia la ciudad misma sino, y esto es tanto o más importante, hacia sus habitantes; se trata de un hecho más que lamentable, sobre todo si la ciudad de la que hablo es la capital del país. Que donde hubo diversidad, tránsito, comercio, intercambio o reconocimiento ahora el paseante solo vea innumerables obras repetidas -tan solo hace unos años; levantar y destruir para volver a instalar prácticamente lo mismo que había-, suciedad, desperdicios, basuras y olor a podrido hace que te preguntes no sólo por qué o para qué, sino con qué sentido, qué aporta a la convivencia semejante zafarrancho destructivo en lugares que lucían bien tal y como estaban. Dónde paran los habitantes, los vecinos -si es que todavía quedan vecinos-, entre tanto turista que zangolotea cansado y molesto porque la disposición de tiempo le hastía, no sabe qué hacer con él porque el descanso no entra dentro de su temporada de descanso.

Es tal la sensación de dejadez, de rechazo incluso, como si los dirigentes municipales hubieran decidido de antemano que aquellas calles no fueran suyas ni merecieran la pena, convertidas en carreras de obstáculos para quien, como era mi caso, tenía que pasar obligatoriamente por allí para ir donde necesitaba y me aguardaban. Nada que ver con la disponibilidad, habitabilidad, ordenamiento y proximidad de las calles del norte de la misma ciudad, del respeto por el vecino o el transeúnte casual que en aquellas se agradece. Comparada con la imagen que ofrece el centro de la capital cualquier gran centro o zona comercial en las afueras parece el paraíso, allí puedes encontrar lo mismo, y más, con mucha más comodidad y respeto hacia el visitante, además de muchas otras opciones para pasar e invertir el tiempo que te apetezca.

Desconozco cuales son los motivos que intento no suponer malintencionados -aunque esto último quizás sea mucho suponer; ¿siempre se trata de codicia?-, para desarmar una ciudad haciéndola invivible e intransitable; qué se pretende transformando calles y edificios en un laberinto para zombis moviéndose como descerebrados de acá para allá, haraganeando, derrochando y consumiendo basura que no va a permanecer en su recuerdo mucho más que en sus estómagos, o tan solo como aquello tan malo o tan feo por lo que no voy a volver a pasar.

Alguien ha decidido convertir la capital del país en una especie de engendro que ni siquiera llega a parque temático, un laberinto de consumo made in china y lujo carcelario y egotista, una vulgaridad grotesca y despreciativa hacia las personas conviviendo con un lujo espantapobres que tampoco llega a lujo porque es lo más parecido a un desierto comercial por el que transitan mafiosos, corruptos y beduinos en permanente estado de alarma, sospechosamente pendientes de sus espaldas porque tampoco saben qué hacer con lo que dicen que poseen, aparte de ocultar y proteger celosamente -que prácticamente es como si no existiera- por miedo a los que son como ellos, que no al resto de los mortales.

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