Por la tarde

La tarde transcurre gris, apenas calurosa y lenta, adormecida en una espera en la que el tren marca la pauta, detención tras marcha y viceversa, sin causar alteraciones entre el pasaje, más bien ajeno, a sus cosas, las lógicas e inevitables de un tiempo cedido que la costumbre, más bien obligación, hace digerible porque en definitiva no hay otra forma de hacerlo, tanto ayer como mañana, lo que provoca que, una vez asumido el inconveniente reconvertido en necesidad, también puede considerarse ventaja, solo queda llevarlo como mejor parezca, si es con charla y sonrisas mucho mejor.

En cuestión de minutos se ocupan los asientos libres a mi alrededor, casi sin darme cuenta, embebido en cuestiones triviales o poco importantes que facilitan el transcurso de los minutos antes de que lleguen a convertirse en un fastidio. Solo cuando regreso la mirada al interior advierto que una gran mayoría de los asientos lo ocupan grupos de jóvenes mujeres entre los trece y los diecisiete años, siempre a partir de mi nefasta habilidad a la hora de calcular las edades de los demás -¿dónde paran ellos? Mujeres jóvenes que no dejan de hablar, planificar, calcular, proyectar e intercambiar impresiones en un incesante batiburrillo de conversaciones que llena el ambiente del vagón, sobresaliendo algunos retazos y voces algo más altas que ofrecen posibles ideas de temas y preocupaciones, problemas o expectativas para una tarde entre semana que goza de la ligera felicidad de esos primeros días de vacaciones en los que el verano se presenta en toda su plenitud, sin todavía ofrecer las inconveniencias de las altas temperaturas, así que, ya habrá tiempo más adelante para preocuparse por estudios y quehaceres estivales, en estos momentos todo está por comenzar.

En el grupo que tengo justo detrás una voz con una dicción envidiable advierte a las demás de la importancia del documento de identidad, y ante la sorprendente ignorancia o desconocimiento del grupo les censura en qué piensan si olvidan que todavía son menores de edad y puede que allí donde van les pidan la identificación y no las dejen pasar; tenemos que salir siempre con él si no queremos tener problemas. Sonrío, sigue habiendo gente que va más allá del mero pasatiempo, como siempre la habrá -me digo-, previsoras y preocupadas por lo que pueda pasar, tampoco es tan difícil de entender, se trata de perspectiva, de reconocer que no somos el centro del universo.

Levanto la mirada hacia el espacio de las puertas de acceso y advierto a una pareja preparándose, él afinando con cuatro rasgones las cuerdas de una guitarra mientras ella acumula en una mano pequeños bultos y mira de soslayo al siguiente público. Él, bajito y barba, pantalón corto y camiseta negra, ella, algo más alta y cara risueña, casi diría que feliz, adornada con un corto vestido verde que cubre sin delatar, todo menos su juventud. Dice algo de cantarles, de amabilidad y necesidades -esto último lo pone mi imaginación, pues apenas me llega su voz- y de inmediato comienza con la canción. Y en tan solo unos segundos, que no llegan al minuto, el ambiente de aquel vagón cambia de tonalidad y color, comprometiendo al inesperado público en unos acordes y una letra prolija y detallista que se deja oír y disfrutar, más, mucho más de lo que hubiera podido imaginar; ella acompaña en los coros y de pronto aquello no es un vagón de ferrocarril, ni nos dirigimos hacia un destino que nos engullirá como si no existiéramos, millones de nosotros derramándose en una incesante corriente que no deja de alimentar al mismo monstruo que nos da de comer. Y pienso en la suerte, en la que le falta a la pareja cantante, pues esa misma canción podría estar sonando igual de bien en alguna radio fórmula y ellos disfrutando de un buen y merecido reconocimiento, mucho más que las monedas que dejaré caer en las manos de ella y que ambos agradecerán de todo corazón, sin necesidad de que directamente me lo hagan saber.

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