Algo más que cine

Se ha utilizado el cine para entretener y divertir -ese fue su origen-, aunque también para obnubilar, arengar y/o manipular a las masas de forma más o menos descarada, sin tapujos, o, en cambio, de forma calculadamente subliminal o mediante personajes e historias directamente dirigidas al subconsciente del espectador, que sale de la sala feliz y sonriente por lo visto, también ignorante, desconocedor de ser un objetivo ideológicamente maleable.

Es lo que sucede con la última secuela de Avatar -y ojo al dato, amenazan con más-, un panfleto repleto de colorines, amén de rebosante de medios técnicos y huera grandilocuencia que cansa a los pocos minutos de comenzada la película. Un pastón de dólares que probablemente se convertirán en un buen negocio y que, afortunadamente, no pasará a la historia del cine. No es que hastíe el exceso de tiros y peleas -la mayor parte de los metrajes de un cine en concreto se dedican a tales simplezas, tan americanas-, es que a estas alturas directamente aburre, por eso suelo adormecerme cuando llegan los disparos y las hostias, sabedor de que el desenlace será impepinablemente el mismo, el previsto. Tampoco tiene el mínimo interés el pringoso documental sobre ballenas que intenta soportar de algún modo semejante nadería. Como no dicen nada los personajes, cansina y torticeramente previsibles.

Pero no es lo dicho lo peor de todo, sino el mensaje reaccionario que rezuma el no guion que pretende argumentar el desarrollo del film. Es como volver a los tiempos de Thatcher, aquella señora que aseguraba que la sociedad no existía, sino que se trataba de un invento de izquierdistas y sociólogos empeñados en razonar nuevas formas de opresión y control social. Para la política británica lo único estable y reconocible era la familia -eso sí, cristianamente patentada-, auténtica valedora de las comunidades humanas. Dicho esto se dedicó a desmantelar de forma salvaje un consistente y efectivo entramado social británico que, tal y como estaba previsto, fue incapaz de soportar la también salvaje financiarización y desindustrialización de la economía; proceso que se propagó a escala mundial y del cual seguimos sufriendo las consecuencias. Para hacerse una idea de aquello todavía pueden, por ejemplo, volver a ver Full Monty o el siempre certero cine de Ken Loach. Pero hay más, la película de Cameron incorpora también un contenido racista que pone los pelos de punta.

Ya desde el principio, con imágenes que se pretenden simbólicas -copia descarada de simplezas y candideces como El rey león– el invento chirría, luego empeora descendiendo a niveles intelectuales de Cletus. Niños haciendo de niños de película -tan previsibles y gastados; obvio-, hombres/padres sintiendo heroicamente que el único sentido de sus vidas es proteger a los suyos y mamás palmariamente secundarias expertas en brujería y misticismos varios, clamar desgarradoramente, rasgarse las vestiduras y, por supuesto, rezar. Se admite que su única equiparación con los hombres es -¡ojo! solo llegado el momento- dar tantas hostias como ellos. El pensamiento brilla por su ausencia. Todo muy básico, muy auténtico, muy primitivo, muy ecológico, muy tribal, muy prehistórico.

Uno echa de menos argumentos tan antiguos -pero tan modernos y sin embargo hoy denostados- como La Comunidad del Anillo, donde Tolkien agrupaba a personajes de todas las procedencia y linajes, capaces de  trabajar conjuntamente por una causa común, más allá de individuos, familias, tribus o naciones, reconociendo en el mal, que no tiene rostro y a la vez es capaz de disfrazarse con todos los existentes, allá donde estuviere o se manifestase, como el único enemigo a derrotar.

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