Lo que en principio apuntaba a una conversación espontánea sobre las próximas elecciones municipales a partir de una breve relación de circunstancias entre adultos quedó en nada sin que hubiera comenzado siquiera. Digo adultos porque entre los presentes no había ningún joven, podía haberse dado el caso, de esos que, a cuestas con su ignorancia -o directamente imbecilidad-, votan a la ultraderecha porque suena radical y se sale de la norma, es decir, rompe con los gastados esquemas bipartidistas de sus progenitores.
A la primera frase sobre un candidato, no recuerdo en concreto quién la dijo, uno de los presentes saltó como si le hubiera picado una avispa, ¡¡ese es rojo!!; otro dijo algo sobre la dictadura sanchista que estamos sufriendo -¡un sinvergüenza!-; y un tercero habló de que no había derecho a hacerle el homenaje que se le hizo a Alfonso Guerra cuando se retiró como diputado (¿?). Fin de la historia. Así, tras un breve como incómodo silencio cada cual recogió sus trastos y nos despedimos hasta el día siguiente. ¿He dicho que íbamos a hablar de unas elecciones municipales en nuestro pueblo?
Por qué o cómo hemos llegado a esto sería un buen tema de análisis, aunque probablemente ya esté visto, analizado y estudiado hasta la saciedad. ¿Por qué ese embarazo, nerviosa violencia, salidas de tono o supuesta indiferencia -que en el fondo es inseguridad y temor- a intervenir en una conversación sobre política manifestando las propias opiniones? ¿Por qué la gente se altera con tanta facilidad o es reticente a la hora de hablar de política en público?
Es cierto que hay personas que prefieren callar sus opiniones políticas por carácter -extraño y difícil de creer, cada cual tiene derecho a pensar y opinar políticamente como crea conveniente-; otros quizás lo hacen por prudencia o respeto hacia sus interlocutores -algo entendible, pero no hasta el punto en el que se hace evidente que la otra parte, o partes, han de escuchar civilizadamente respetando qué y a quien están oyendo. Puede callarse por vergüenza -si uno considera que el lugar no es el adecuado o intuye que la mayoría de los presentes, tan irrespetuosos como infantiles, en realidad no te escuchan, sino que aguardan para saltarte inmediatamente a la yugular cuando oyen que no eres de los suyos-; por miedo o temor -más que probable, la cruel represión durante la dictadura ha calado tan hondo en el subconsciente colectivo que incluso los hijos y nietos de las personas que la sufrieron han mamado ese pavor a decir en público lo que piensan-; otra variante de ese miedo es hablar a gritos, insultando y faltando al respeto. Hay quienes afirman que a nadie le interesa lo que piensan -podría valer pero no se tiene en pie, hablamos de opiniones y, como adultos, cada cual tiene las que le gustan o considera convenientes a su forma de pensar y vivir. Por ignorancia -también y quizás más de lo que imaginamos, puesto que la formación de opiniones requiere un juicio crítico previo más o menos elaborado y/o consistente que implica conocer las opciones, y en función de ese acercamiento o conocimiento formarse una opinión madurada propia, y no todas las personas se sienten capaces y con la actitud, y aptitudes, para hacerlo-; por no mostrar la realidad de tu trabajo y/o procedencia -desgraciadamente, lo normal sería que la gente adecuara sus opiniones políticas a sus orígenes y modos de vida, en muchos casos tristemente inasumibles e incluso motivo de vergüenza, pues son los que marcarán su devenir en este mundo, en definitiva son tu vida, por la que eres socialmente identificado.
También se calla por envidia o rencor, sabiendo que en el fondo es mejor no decir lo que reconoces como una soberana gilipollez. Piensas políticamente igual a quienes envidias, por prestigio, elegancia, dinero o sueños de emulación, sin que tengan nada que ver contigo -incluso actúan y trabajan en tu contra-, pero políticamente te sientes igual, así que mejor no decirlo; por rencor hacia quienes son iguales a ti pero viven y progresan de forma diferente -generalmente a mejor-, entonces tu propia incapacidad o incompetencia -reconvertidas en rencor-, antes que intentar cambiar y mejorar, como aquel, te obligan a callar opinando contra ti mismo. En fin, hay tantos y tantos analfabetos funcionales manipulados por partidos, organizaciones y medios de comunicación que la cosa parece no tener fin, todo lo contrario. O, cómo vas a decir que votas según te dice el cura, eso sí que da vergüenza; al margen de que el cura no te habla de este mundo, que precisamente es en el que vives y votas.
Probablemente habrá más opciones para callar. ¡Ah! ¡Y que no te vean asistir a ningún evento de un partido u organización que no sea de los tuyos! Hay que hacerlo a escondidas porque entonces estás acabado.