Reyes

Tras el extravagante y ostentosamente ridículo espectáculo de la coronación del último rey inglés no queda nada, quizás recuerdos o fotografías más o menos interesantes y tan inútiles como la costosa nadería del invento, bueno, tal vez sí, la que dicen primera foto oficial de un tipo con cara de simple mostrando oros, pieles y atributos de un poder tan hueco como indigno, pero que, y es lo que verdaderamente importa, lo hacen más rico si cabe; sin dinero no tendría dónde caerse muerto, como nos sucede al resto de los humanos.

Está bien que los que todavía se dicen y creen reyes, o especímenes reales, organicen semejante sarao para remozar los atributos de uno de los suyos; no hay que dejar pasar las oportunidades para renovar los vínculos con el poder, por si las moscas. En el fondo se trata de poner en movimiento una siempre bien engrasada maquinaria de hacer dinero con el beneplácito, interés y conveniencia de los más cercanos y a costa de la cada vez más extendida estupidez general. Siempre habrá un cretino que perderá el tiempo ante semejante pantomima, y hasta puede que se deje algo del poco dinero que lo mantiene en este mundo. Las oportunidades de hacer negocio son inescrutables.

También es normal que todos los que viven de y a la sombra de ese poder acudan prestos a humillarse ante el elegido, al fin y al cabo se está mejor de ese lado que del lado de los que no tienen nada, y no hace falta ser muy listo para ello, más bien astuto y sin escrúpulos.

Todo bien adornado con las bendiciones de los mejor apesebrados, sagrados señores con vestidos largos que dicen tener de su lado la verdad, un imponderable eterno pero dependiente del correspondiente pago en la tierra por parte del sujeto, o sujetos, sacralizados. Verdad que no deja de ser otra mentira bien contada en la que un numeroso rebaño de desgraciados ponen sus almas con tal de pasar de algún modo las miserias de sus propias vidas, además de soportar del mejor modo posible sus bien merecidos sufrimientos.

Como también es adecuado que quienes se autodenominan medios de comunicación, siendo solo perros ladradores dispuestos a babear por sus amos o, en caso contrario, despellejar a quien no guste o moleste a quien les paga, aireen a los cuatro vientos como si de una gran noticia se tratara la propia memez de la celebración, añadiendo al cóctel una interesada y mendaz historia bien guardada en el cajón de los intangibles; ese cajón de sastre del que se obtienen apolilladas memorias que algún hábil siervo es capaz de hacer relucir como nuevas cuando toca a cambio del pago correspondiente.

Aunque no deja ser curioso que tanta pompa y boato se represente a costa de un pobre diablo del que lo único que se recuerda, más con incrédula y misericordiosa sorpresa que con humano interés, es que soñaba con ser un tampón para introducirse allí donde suelen introducirse, pero no en el correspondiente a su entonces real esposa, sino en el de una amor de juventud menos agraciada y peor vista en su momento. Aparte de semejantes memeces no es que haya mucho más que decir… bueno, que el tipo es enormemente rico, pero no por su trabajo o valía moral o intelectual sino porque vino a este mundo con el boleto premiado, y rascando, rascando, amén de tener la boca cerrada, al fin a obtenido lo que todos le auguraban. A eso se llama buena suerte.

Como no entiendo, y nunca entenderé, que personas normales y corrientes, con vidas más o menos felices, pierdan un segundo de sus vidas atendiendo a semejantes saraos; es cierto que esa indiferencia hacia el evento de la que muchos presumen, o presumimos, no deja de ser otra muestra más de nuestras ancestrales impotencia e insignificancia. No es que haya que organizar una toma de la Bastilla año sí y año también -¿o sí?-, pero en el siglo XXI se le supone a la especie algún grado más de inteligencia que a sus pasados neandertales. Como Groucho Marx decía, más o menos, “partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la… estupidez”.

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