El espectáculo, cuentacuentos musical o pequeña concelebración que protagonizan narrador, músicos y asistentes se convierte en pocos minutos, gracias a la sabiduría, profesionalidad y cercanía del protagonista principal, el único que parece, y así lo demuestra, llevar la voz cantante, en una reunión casi íntima en la que las diferencias, problemas y asuntos pendientes que cada cual suele llevar incorporados de pronto han desaparecido como por arte de magia, esa magia que solo la palabra hablada tiene y trasciende sobre y entre quienes saben de su valor, y por ello se dejan acariciar y atrapar por ella sin temor alguno, felices por sentirse voluntariamente prendidos y encandilados por ese verbo que tan exclusivamente nos caracteriza como humanos.
Han pasado unos pocos minutos y parece que llevaran allí reunidos mucho más tiempo, seducidos en una encantadora comunión salpicada de guiños, risas, sonrisas y concentradas muestras de atención que, imagino, incitan y animan al narrador en su placentero y jugoso trabajo. Salvo los inevitables niños incapaces de permanecer quietos y mucho menos mostrar la necesaria, callada y satisfactoria atención indispensable para que aquello siga funcionando; cuestiones y comportamientos que también conciernen a padres despreocupados, poco interesados o directamente despistados que consideran que sus hijos son libres además de acudir donde ellos sin ser preguntados ni informados con antelación, y, desgraciadamente, sin que tampoco sepan cómo comportarse en tales circunstancias. El que un niño sea solo un niño no significa que sea un imbécil, y cuando cualquier padre que mínimamente quiera y respete a sus hijos decide llevarlos a una actuación, reunión o celebración de este tipo lo mínimo que debería hacer sería explicarles previamente dónde y a qué van, así cómo comportarse, puesto que hay otras personas, adultos y también otros niños, que saborearían mucho más espectáculo cuando la atención y el respeto del público permitiera el disfrute en común. Pero también hay entre el público un poeta, otro poeta que no es el narrador, un tipo adustamente vestido que apenas gesticula mostrando una atención que parece dirigida a algo más allá del lugar en el que se halla, por encima incluso, quizás en íntimo y personal contacto con algunas musas que solo personajes de tales características son capaces de advertir y celebrar.
Llega la parte final del espectáculo y el poeta, el narrador, con el público completamente metido en el bolsillo, decide que es hora de que aquellos felices feligreses le acompañen en su cántico, gestos y baile, todos juntos, moviendo al unísono cuerpo, manos, brazos, piernas y pies sabiamente dirigidos por sus palabras. Y, como no podía ser de otro modo, la casi totalidad del público asistente ríe, se mueve, canta y baila al son de la pequeña canción de despedida. Todos no, el poeta, el que sigue entre el público no, solo sonríe con una especie de condescendencia piadosa que no deja de ser una falta de respeto hacia la bendita labor de su colega de escenario, quien no cesa de moverse llevando la dirección del baile y la alegría general; sucede que quizás aquel piensa, y cree, que hay poesía y poesía, y su poesía no es esa poesía que en aquellos momentos hace reír y bailar a quienes le rodean. Entonces ¿cuántas poesías existen?
Finaliza el espectáculo entre agradecimientos y jolgorio general y los espectadores acuden en tropel a felicitar a músicos y narrador, también nuestro poeta; pero él lo hace de otro modo, más de tú a tú, entre colegas, sin mezclas ni torpes confusiones. Porque en el fondo no se siente uno más, sino un elegido, el también hace feliz a sus semejantes pero de otro modo, digamos que desde otras alturas, lo que en cierto modo explica su no participación en el bailable fin de fiesta; divertido, sí, pero otra cosa. Él sí sabe del valor y la importancia de la poesía -¡cómo no!-, pero descender a participar con el público y su alegría, como uno más, eso es otro cantar.