Esa hora que no es por la tarde pero la mañana hace rato que acabó, en cualquier casa las personas normales dedicadas a su comida diaria, algunos quizás ya en el postre, o recogiendo y listos para un breve descanso reparador; otros, sin embargo, pronto de vuelta a un trabajo empeñado en maltratar cuerpos y mentes a base de jornadas partidas tan superfluas como improductivas. El centro hospitalario, aún abierto, acoge a los pocos que todavía quedan de los retrasos de las consultas matutinas y los menos que tienen cita a estas horas de una tarde que en el fondo todavía no es.
Salas de espera, grandes y pequeñas, que a duras penas justifican la proliferación o exceso de asientos vacíos que probablemente hace unas horas hospedaron, de buen grado o por imperativa obligación, a enfermos y posibles de la comarca, en algunos casos un manojo de nervios incapaz de acoplar el trasero y aguardar de forma relajada. Otras que solo son un pasillo que conduce hacia distintos destinos poco o nada deseados ni tampoco indeseables. Por su situación, más bien alejado de los grandes ventanales que iluminan otras zonas, este aparece oscuro, a pesar de la luz artificial que le concede algo de habitabilidad en horas tan luminosas del día.
No he advertido su llegada y de pronto me sorprende su charla, su austero y discreto discurso, la determinación de lo que parecen explicaciones; giro la cabeza y la veo allí, a menos de un par de metros de donde me hallo, pequeña, delgada, estrecha, menuda, el pelo liso, negro, una media melena que apenas mueve cuando habla, sobresaliendo su clarividencia y resolución. Cubierta con tan solo una bata blanca atada por detrás, recién llegada de no sé dónde y probablemente aguardando la siguiente prueba neurológica, en cuya correspondiente sala de espera nos encontramos. Conversa con una pareja de mediana edad al parecer del mismo pueblo, esas coincidencias que suelen darse en los hospitales comarcales, adonde cada cual acude o lo envían con más miedo que confianza, cuando nunca se tienen todas consigo porque lo que puede venir o suceder en ocasiones se decanta hacia lo peor, o algo más que preocupante. Difícil precisar sus muchos o pocos años porque su voz no dice más que su liviana presencia; o quizás se trata de que se me da bastante mal calcular las edades de los demás.
Hace un año Dios me quitó a mi madre… y poco después murió mi pareja. Imaginaos… y ahora esto… Los otros miran sin hablar desde detrás de sus mascarillas. ¿Vive entonces sola? Imposible saberlo por sus palabras, aunque parezca afirmarlo la sólida evidencia de su discurso. En cuanto acaben estas pruebas voy a dedicarme a vivir, sin preocuparme por nada que no me importe o afecte directamente. De algún lugar o consulta surge una enfermera anunciando su nombre en voz alta, lo que provoca la excusa de su despedida y su rápida desaparición hacia la siguiente prueba. De pronto el pasillo se ha quedado vacío; los que todavía permanecemos a la espera es como si hubiéramos desaparecido.
De qué vida habla la pequeña mujer que acaba de abandonarnos, cómo me la imagino; probablemente sin necesidad de retos o proezas destacables, ni apuestas o desafíos definitivos, algo mucho más simple, o sencillo, igual de humano e importante, y sobre todo feliz, sentida como tal. Resulta difícil expresar con palabras la intensa vitalidad que desprenden algunas personas, en primer lugar porque hay que estar allí para sentirla, de otro modo la cuestión se dirime entre comos y parecidos que no siempre dan en el blanco. Ella y nosotros estamos aquí, el mismo tiempo y lugar, pero no lucimos iguales, alguien parece tenerlo más claro y así lo manifiesta en su, en tales circunstancias, especial singularidad, la de una vida transformada de la noche a la mañana en un intenso pulso que de pronto se antoja desoladoramente breve cuando caen sin un motivo justificado -como si vivir o morir necesitaran motivos- las columnas que hasta ahora la han venido sosteniendo y amparando. Es precisamente entonces cuando la luz del sol te saca de tu somnolencia obligándote a asomarte al vacío que de pronto se ha abierto bajo tus pies, e inmediatamente decides y te dices, incluso descubres, que dispones de un precioso don que nada ni nadie va a suplantar ni arrebatarte, sobre el que te dispones a cabalgar contra viento y marea, hasta tu último aliento. Cuando la breve realidad de nuestra existencia tropieza con uno mismo.