Si me preguntaran en qué momento diría que en invierno, y por qué porque creo que es la mejor época para disfrutar de la playa, ya sea caminando, jugando, bañándote, leyendo o simplemente sentado en la arena gozando del incesante ir y venir de las olas, tanto grandes como pequeñas, en el fragor de la tormenta o de un mar en calma. Una disposición que tiene que ver con el disfrute de la contemplación y el intenso paladar de la estancia, además de las innumerables sensaciones que provoca ese movimiento ininterrumpido y el constante rumor, en ocasiones atronador, que envuelve la misma permanencia junto al mar. El atractivo de su austera y magnética sencillez y el enorme poder acumulado, capaz, sin embargo, de diluirse en una delicada y finísima lámina de agua que ni siquiera llega a la altura del pulgar del pie que en ese momento acaricia. La presencia de su desnuda viveza, o su seductora e intrigante desolación convergiendo en un horizonte inalcanzable ante el que la vista siempre se queda corta.
Lugares por los que las aves peregrinan siempre a la busca de un alimento que se antoja inagotable, donde son arrojados pecios y restos de todo cariz tras los que se ocultan vidas -pasadas y presentes-, tiempo, sucesos o personas secretas que en alguna ocasión tuvieron aquellos objetos por conocidos o directamente suyos. Restos y despojos probablemente ya olvidados que cuentan por sí mismos historias tan misteriosas y sugerentes como desconocidas.
En lo hasta ahora dicho intento reivindicar un poso de voluntaria soledad o una compañía siempre cómplice del momento y lugar, parca en palabras, las necesarias, porque el mismo escenario se hace lo suficientemente presente como para dejarte en silencio o con la boca abierta.
Nada que ver con ese otro marco -el mismo y sin embargo tan distinto- que en temporadas más cálidas es obligado a prostituirse a manos de todo tipo de intrusos: perdidos, despistados, codiciosos, oportunistas, insolentes o advenedizos con derecho a imponer sus miedos, arrogancia y aburrimiento al mismo tiempo que, en más casos de los deseados, muestran un desprecio y una falta de respeto hacia el lugar que los descalifica y arroja al cubo de lo absurdo e incomprensible. Pero las playas con buen tiempo son otra historia que nada tiene que ver con esta, otra sensibilidad, otro modo, que lo es todo, de admirar o sentir la naturaleza.
En contraste con esa oposición, adversidad o formas diferentes de ver y sentir el mismo lugar, descubrí hace poco otra playa que nada tiene que ver con ninguna de las que hablo, una playa en invierno que no era playa ni nada que se le pareciera, donde el mar se mostraba en una calma que se antojaba humillante, como una sopa anodina derramándose sobre una corteza de arena impuesta, grosera y despreciativamente peinada y parcelada por infinidad de dominios, objetos y construcciones supuestamente lúdicas que, en cambio, daban idea de un enorme parque infantil para unos niños grandes en permanente aburrimiento y con escasa imaginación. Hasta tal punto invadida que apenas quedaba espacio para detenerse o sentarse sin tener que evitar algún artilugio allí plantado con fines terapéuticos, sedantes o estrictamente comerciales, probablemente dispuestos por tipos que odian el mar y las playas. Pero eso no fue todo, si finalmente conseguías llegar hasta donde morían unas olas sin carácter no tenías más remedio que ponerte a salvo porque corrías el riesgo de ser atropellado por una aglomeración, romería o tumulto de solitarios ataviados con ropa escasa -variaciones sobre los mismos y pobres modelos- que iba y venía mostrando rostros serios o directamente malencarados, y casi diría que enfadados y enfadadas consigo mismas y con el mundo. Una multitud completamente ajena al mar poseída por una alarmante y absurda prisa que la obligaba a caminar con vacío convencimiento; una muchedumbre de cuerpos arrugados por un sol todavía indolente que se limitaba a proporcionarles luz en aquellas primeras horas del día antes de dejarla alejarse y desaparecer hacia ningún sitio.