Ahora que el verano va tocando a su fin apetece volver a salir debido a un insospechado temor a la polilla que aguarda en invierno o porque todavía quedan ganas, y da igual el momento y lugar porque de pronto a tus referencias más inmediatas les falta algo o el mismo horizonte de cada mañana luce un podo deslustrado; aunque mejor reconocer que no es por ellos sino por ti, tu cabeza o ese estado de ánimo de ayer que quizás huele a cansado y al que, sin embargo, le apetece otro trote.
Cuestión de ver como de cambiar de aires, pasear o conocer otros lugares, o regresar a los mismos, ver otras cosas o las de entonces pero bajo otra impronta; conocer a otra gente e intercambiar las palabras de rigor, aunque solo sea para darles las gracias por su atención, por permitirte irrumpir en su tiempo y probablemente llevarte una buena impresión que alojar en ese recinto en el que se apretujan los buenos deseos y las mínimas satisfacciones, sobre todo aquellas provenientes de los gestos más pequeños y cotidianos. Cambiar de horizonte unos días y luego regresar con más ánimo si cabe.
Porque hace mucho que no ves el mar, porque lo hechas de menos, sentado viendo y escuchando el rumor de las olas; también para darte un remojón y nadar, independientemente de cuestiones como caliente o frío, el mar es el mar y las aguas están como están, lo importante es su contacto, sumergirte en ellas, más allá de la acomodaticia temperatura que en ocasiones enmohece más que alivia.
Crees que con poco te conformas y luego ese poco te parece mucho, gratamente sorprendido porque en ningún momento puedes decir que ya lo has visto todo, que por ahí no volverás a pasar o no hay nada nuevo que descubrir. Pequeños templos -decenas- con muchos siglos de antigüedad e infinidad de detalles arquitectónicos que te alegras de poder contemplar y disfrutar; ruinas y mosaicos excelentemente conservados y protegidos mucho más antiguos aún, igual de sorprendentes. Como sorprendida se muestran esa pareja de ciervos advertidos por sorpresa tras una curva de ciento ochenta grados de una tortuosa y antigua carretera poco transitada, nosotros quietos, mirándonos, ellos en estado de alerta; o ese otro robledal en el que el sol apenas puede penetrar y una nueva y empinada ascensión desde un pantano en horas muy bajas castigados por un sol de justicia que nos deja arriba con la lengua fuera, necesitados de un pequeño descanso. Luego, de regreso donde nunca antes habíamos estado, seguimos el murmullo y nos arrellanamos en unas sillas a la sombra en una plaza porticada aguardando una cerveza que se antoja tan inevitable como indispensable; mientras, en el centro de la placita, tres tipos afinan sus instrumentos advirtiendo que esperamos un poco más a que salga la gente de misa. Gente que pasa del templo a la terraza exigiendo buenos lugares para beber, ver y escuchar a quienes amablemente han demorado esos minutos el inicio de su ignoro si improvisada o preparada actuación. El camarero nos sirve renegando porque aquellas fiestas no parecen acabar nunca, cuando en realidad lo hicieron ayer. Sonreímos comprendiendo su enfado pero preferimos aquello a la plaza vacía.