Cuestión de fe

Hoy puedes viajar a cualquier lugar sin dinero en metálico si en tu destino admiten tarjetas de crédito como forma de pago; no es necesario cambiar o llevar consigo ninguna cantidad, grande o pequeña, de la moneda local porque basta con disponer de una tarjeta de crédito proporcionada por alguna compañía o multinacional internacionalmente avalada y una cuenta bancaria con números en negro. En definitiva, hace ya tiempo que la antigua y original materialidad de los intercambios comerciales dejo de tener vigencia, tampoco en su moderna equivalencia del papel como moneda de cambio.

Tal éxito, no sé si denominarlo económico, comercial o religioso, se basa y apoya en la fe que los sujetos de los que vive y se alimenta el sistema tienen en el mismo -como los feligreses de cualquier iglesia, por ejemplo-, sin aquella nada de lo que hoy consideramos económica o comercialmente normal existiría, no digamos nuestro diario funcionamiento. El sistema se mantiene y progresa a partir de un acuerdo tácito -el dogma- entre grupos y clases dominantes, doctrina que otras clases dependientes e inmediatamente inferiores se encargan de alabar, reelaborar, proteger, propagar y hacer cumplir -magos, brujos, profetas, augures, exegetas, sacerdotes, economistas, técnicos, etc.- y el resto de la población asume con la misma fe y devoción que una creencia religiosa más, pues esa fidelidad y devoción que exige el sistema no deja de ser el motor que mueve sus vidas.

En puridad, al no ser necesaria ninguna materialidad referencial, ni siquiera el antiguo y socorrido patrón oro, la cuestión se limita a un par de columnas virtuales por individuo -debe y haber- habilitadas y sustentadas por un medio digital creado, dirigido y manipulado por los propietarios y sus expertos, peritos y siervos más próximos, y al que el rebaño accede bajo unas condiciones muy estrictas específicamente concebidas para dilatar, confundir y en el fondo evitar miradas indiscretas y/o juicios de valor que cuestionen el engranaje o directamente contrarios al mismo, amén de disponer de un sagrado, especializado y oscuro lenguaje que tiene como único objetivo hacer imposible cualquier intromisión o petición de cuentas. El sistema -o religión- solo es juzgado y cuestionado seriamente cuando existen víctimas materiales -de carne y hueso y siempre indirectas-; único caso en el que el sistema se muestra directamente ligado a la materialidad de la especie que lo inventó.

El permanente dominio en el tiempo de las mismas clases dominantes no evita, sin embargo, que constantemente surjan rebeliones y sectas que, sin dar la espalda a los dogmas fundamentales -manuscritos, teorías y tradiciones más sagradas-, retoman estos mismos de un nuevo modo acusando a la vez a los controladores del invento de corruptos y disolutos -al igual que ha venido sucediendo desde, por ejemplo, el judaísmo primigenio y las sucesivas derivaciones surgidas a partir de sus dogmas principales -dios único, victoria final sobre la muerte, asunción inevitable de la vida como un pasaje complicado e incierto en el que la felicidad es sinónimo de esfuerzo y sacrificio, etc. Como ejemplo de lo que acabo de decir puede valer la última secta que a duras penas intenta abrirse camino, el nuevo dogma de las criptomonedas -inmaterialidad pura y dura, casi metafísica-; una camarilla de heterodoxos necesitada de animosos, beligerantes y jóvenes creyentes en posesión de una fe verdaderamente espiritual y dispuestos a luchar por ella y abrirse camino; también en este caso con el objetivo final de conseguir la máxima felicidad, de momento en este mundo.

Al no existir ninguna materialidad referencial o de intercambio en esta religiosidad económica -solo utilizadas como hipótesis estratégicamente amenazadoras- no habría ningún problema en, por ejemplo, al igual que oímos hablar de cantidades de cinco y seis ceros como propiedades, gastos, beneficios o inversiones por parte de los dueños y controladores del sistema, añadir tres o cuatro ceros en la columna del haber de cada una de las cuentas personales/digitales existentes, es decir en la de cada uno de los sujetos físicos. El sistema no lo notaría ni se resentiría, siempre y cuando la fe de los usuarios en el mismo no disminuyera -todo lo contrario, contentos de tener al alcance esa nueva y accesible felicidad no hay duda de que aumentaría. La cuestión es que tal alteración digital no levante ningún temor a perder su posición preponderante y el pánico subsiguiente entre las clases propietarias -temor que, como en cualquier religión, es el principal origen de todos los miedos, dudas y las consiguientes catástrofes -una especie de multiplicada parusía personal pero sin advenimiento glorioso. Es decir, hay que asegurarles su posición y beneficios, es la única condición.

Así que todos felices y viajeros; un fiel creyente en las criptomonedas afirmaba que él quería ganar un millón rápido y a partir de los cuarenta y cinco dedicarse a vivir felizmente la vida. Pero, como habrán imaginado, a este idílico sombraje le faltan los palos. Desgraciadamente la especie humana sigue siendo un especie física -de carne y hueso- que depende de cuestiones vulgarmente materiales, no solo moverse, alimentarse o reproducirse, sino también ayudarse y colaborar entre sí, servirse, protegerse, limpiarse, salvarse -si fuera necesario-, explotarse, agredirse, humillarse e incluso esclavizarse. Y mientras sigamos dependiendo de nuestra corporeidad, esta molesta materialidad será nuestro sino; la vida será la vida y la fe solo fe, alimento para creyentes. La cuestión es apuntarse a la secta ganadora, la que tenga más creyentes y permita a sus feligreses vivir y viajar entre paganos necesitados de un vulgar trabajo con el que sostener el invento y ganarse las lentejas.

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