En el camino se cruzaban con una joven autostopista provista de un cartel con la palabra volcano escrita en él, aún quedaban kilómetros y aquella carretera de salida de la capital tenía otras direcciones más estables que el reciente volcán en erupción; aunque tanto da cuando la voluntad de ir se impone a cualquier otra circunstancia, probablemente entre aquel tráfico alguien tendría el mismo destino que ella solicitaba como favor. No pararon porque iban completos.
Una vez despejado el tráfico de salida de la ciudad su objetivo ya no parecía tan solicitado; algunas pérdidas y/o confusiones después enfilaban una carretera medio salvaje ocupada tan solo por los pocos elegidos, o decididos, a no ceder en su obsesión. La ruta iba estrechándose y haciéndose cada vez más escabrosa, en algunos tramos parecía recién construida, circunstancia probablemente forzada por una súbita y desordenada afluencia de interesados y curiosos que había obligado a las autoridades correspondientes a mover ficha con tal de prevenir, facilitar y coordinar un acceso mínimamente seguro hacia un destino que hasta hacía poco era tierra de nadie, un lugar desconocido e ignoto en una zona geológicamente activa y caliente del país.
Pero la soledad duraba más bien poco, bastaba rodear un antiguo volcán apagado y avistaban dos enormes aparcamientos repletos de vehículos estacionados de forma más o manos organizada. Visto desde la distancia la afluencia se antojaba más que numerosa, además de varios autobuses que probablemente habrían llevado hasta allí grupos organizados. Había que aparcar y antes que desistir y regresar por donde habían venido, cosa que ninguno estaba dispuesto a hacer, correspondía dar con un espacio mínimamente seguro y estable en un terreno dispuesto a la carrera con tal de contener a tanto aficionado a las novedades geológicas. Hallaron un hueco entre pedruscos, agujeros y un transformador instalado en precario, suficiente para en un par de maniobras quitar el vehículo de en medio.
Tocaba prepararse para la caminata, botas, ropa de abrigo, impermeables y chubasqueros; el sendero que partía del aparcamiento y ascendía la montaña no tenía fin porque lo ocultaba una abundante nubosidad movida por un viento racheado que aportaban la incertidumbre correspondiente a cualquier perspectiva de ascensión. En marcha tras repasar y recopilar pertrechos y posible avituallamiento se mezclaban entre otros como ellos, número mucho menor de los que regresaban, en apariencia relajados y sonrientes, satisfechos con el deseo cumplido -imaginaban- y la contemplación del único y excepcional espectáculo que les aguardaba al final.
Los primeros tramos, con poca pendiente y un sol que poco a poco se iba ocultando, pasaban más entretenidos mientras iban observando de reojo las caras de los que volvían, pequeños grupos, familias con algún niño, jóvenes y aventureros solitarios; luego el objetivo no pintaba problemático a poco que el tiempo acompañara. Pero aquello no iba a durar, iniciada la ascensión en un zigzag improvisado sobre la ladera de la montaña un viento frío traía las primeras gotas de lluvia que, a medida que subían, se convertían en un aguacero en toda regla que empapaba en cuestión de minutos toda superficie libre. Casi en la cumbre hubieron de asegurar con firmeza los impermeables y chubasqueros porque el agua se colaba por todos los huecos abiertos por un rápido viento que la transportaba casi horizontalmente respecto al suelo. No había posibilidad de mirar o mirarse, apenas podían abrir los ojos y quienes llevaban gafas a duras penas distinguían, tan solo avanzar con la vista fija en el suelo, sobre todo al cruzar una pequeña planicie de unos quinientos metros de longitud erizada de grandes y puntiagudas rocas que apenas dejaban espacio donde apoyar con seguridad las botas. Sin opciones para hablar o comentar, quizás mediante señas, además de evitar a quienes venían de frente, de vuelta pero con el viento a favor, igual pero mejor, más cómodo y con la tarea ya hecha. Pero ¡qué importaba que los últimos kilómetros fueran con viento y lluvia! más emoción si cabe.
Sí había tiempo para levantar la cabeza cuando el sendero orillaba coladas recientes de lava aún humeantes; alguna fotografía hecha de cualquier modo, con el teléfono, sin tiempo ni forma de posar porque era casi imposible; felices y empapados para el recuerdo. Aquello era tan impresionante como salvaje, y todavía no habían llegado; en algunas curvas daba tiempo a asomarse y contemplar las humeantes coladas en casi toda su longitud, también algunas bocas ahora calladas rodeadas de un amarillo de azufre que brillaba bajo el aguacero. Iban sucediéndose descensos y nuevos ascensos, casi inalcanzables cuando al alzar la vista medio divisaban a quienes les precedían perdiéndose en las alturas entre nubes que las ocultaban; pero no iban a retroceder ahora, aunque si a alguno se lo plantearan diría inmediatamente que sí. Pero ¿a qué habían venido? Es cierto que quienes regresaban lo habían tenido mejor, pero al menos ellos podrían decir que su ascensión hasta el volcán fue de las que hacen época, peor no lo habrían podido pasar, tenían que llegar, habían ido precisamente a eso.
En algunos tramos el agua reblandecía la tierra y comenzaban a formarse numerosos regueros descendentes que con el paso de botas y más botas se embarraban haciendo más peligroso el descenso que el propio ascenso. Alguno pensó que, de seguir el tiempo así, la vuelta sería peor. En una pendiente, cuando las rápidas nubes cambiantes dejaban ver y el viento permitía alzar la cabeza, tropezaron con trabajadores manipulando pequeña maquinaria intentando dibujar un sendero entre zonas hasta hace bien poco inhóspitas. Era para felicitarse que las autoridades del país, ante la súbita e inesperada demanda de aficionados geólogos, en lugar de impedirles el paso hubiera optado por facilitarles el acceso de forma más o menos practicable hasta un punto seguro.
Las coladas parecían cada vez más recientes, a juzgar por las persistentes humaredas que proyectaban contra un sol que, de pronto, aparecía entre algunos retazos de nubes moviéndose a gran velocidad. Tras la ascensión de un pequeño repecho podía distinguirse un sendero descendente hasta una pequeña elevación que ocultaba lo que, sin ninguna duda, era la columna de vapor ardiente del único cono que quedaba activo en aquellos momentos. Más fotografías, ahora que el tiempo daba opciones. Las casi dos horas de accidentado trayecto y los consiguientes padecimientos procurados por la meteorología parecían a punto de acabar ante el anhelado volcán que pretendía aquella mujer de la carretera, ¿dónde estaría ahora?
Y culminado el último repecho por fin tenían a la vista la negra boca donde un magma rojo hervía a miles de grados admirativamente contemplado por una silenciosa y atenta concurrencia que fotografiaba, bebía, comía o manipulaba drones -prohibidos en todas la zona por orden gubernamental- en aras de conseguir la instantánea más impactante; dejándose impresionar por el constante sonido de un borboteo mágico en el interior de aquella negra cazuela que comunicaba sus vidas, la luz y las nubes con el centro de la tierra.