Era sábado, como otros sábados y los que vendrían, y se hallaba ojeando la prensa en la tableta, haciendo hora antes de salir para solucionar un par de cosas de poca importancia; tiempo para remolonear antes de echarse a la calle y en un par de capotazos plantarse en la hora del aperitivo sin otra cosa que hacer que elegir dónde y con quién. Entonces tropezó con el titular y de inmediato sintió una especie de fastidio que tenía toda la pinta de ir a estropearle la mañana. ─ Es verdad, mañana hay que votar… Y alzó la cabeza permaneciendo con la mirada fija en el techo. ─ ¡Uf! Fue lo siguiente. ¿Le apetecía votar o, como de costumbre, debería volver a formalizar todo un ejercicio de responsabilidad ciudadana para autoafianzarse -o volverse a convencer- en una obligación democrática que cada vez le parecía más ajena? Tampoco quería extraviarse en la sospechosamente manipulada y cada vez más persistente concurrencia de la inutilidad de las elecciones. Y no le apetecía decirse que le daba igual, como tanta gente que, con la cabeza gacha y pretendiendo que saben sin saber, farfullan que ellos están al margen, o por encima, o directamente pasan, antes que asumir su derrota en forma de irrelevancia política -y lo que es peor, autoconvencidos de ello y sin ningún género de dudas, lo que no deja de ser la enésima victoria de sus verdugos a la hora de doblegar hasta la mínima voluntad de resistencia de unas conciencias permanentemente humilladas y tan equivocadas como perdidas.
Es cierto que los cambios políticos, si es que todavía existían y había gente que seguía teniendo esperanza en ellos, le afectaban cada vez menos, su vida se parecía cada vez más a una cómoda y relajada rutina prolongándose en el tiempo en función de un ganar y gastar sin otro mérito que evitar pensar o preocuparse en exceso por cuestiones que no le afectaran directamente. Probablemente la vida aseada e intrascendente con la que más de uno soñaba para no tener que votar nunca más. Intentó fijar en su memoria los caretos de los representantes políticos sometidos a las urnas y se sintió incapaz de diferenciarlos, daba igual si hombres o mujeres, las mismas caras de estreñidos aguantando el estómago con tal de salir bien en la foto, con idéntico disfraz -ni siquiera había espacio para lo moderno o alternativo-, religiosamente convencidos del trámite. Un mero trámite que cumplimentar, ya que alguien tiene que ocupar el escaño y no todos disponemos de estómago para ello. Aunque algunos lo crean muy merecido después de haber aguantado durante años el correspondiente y jerárquico escalafón de ascensos que precisamente ahora les sitúa a la cabeza, en primera línea, listos para… ¿qué?
Tampoco había ningún atractivo estético, físico o sexual -por buscar alguna excusa- que le incitara a mover el voto en una u otra dirección, siempre del lado de los que mienten a la hora de aventurar, promover o intentar cambios y con cara de creerse sus propias mentiras. Es más, algunas jetas ni siquiera podían, o sabían, disimular, era como si te escupieran directamente a la cara: ─ Mira, tío, estoy aquí porque he chupado todo lo que había que chupar y también me he tragado todo lo que había que tragar, y lo he hecho tan bien que ahora puedo hacer y decir lo que me dé la gana con el convencimiento de que nadie me lo va a impedir. Y me gusta ver cómo te cabreas sabiendo como sabes que soy tan imbécil como servil, es lo que hay, nosotros servimos para estas mierdas porque no nos hacemos preguntas, es más, disfrutamos a vuestra costa y razones -da igual si ciertas o no-, razones de perdedores que no le interesan a nadie porque lo que todos quieren es ganar y ganar significa estar donde yo estoy; y cuando me vaya, o me echen, me da igual, seguro que tendré para vivir mil veces mejor que tú. La vida es esto, ¡gilipollas!
Levantando la vista de la tableta lanzó una mirada a su alrededor y se preguntó: ─ ¿Qué me falta? ¿qué necesito? -luego- ¿qué nos falta? ¿qué necesitamos? Y entonces se le torció definitivamente el gesto. Mañana iría a votar.