Nunca lo pensaron, ni en sus peores momentos, cuando las derrotas, por aquello de ponerse en lo peor, convencidos el uno y el otro de vivir vidas separadas solo relacionadas por las tan inevitables como obvias cuestiones de parentesco. Cosas de la vida -responderían si alguien les preguntara-, esas que les habían situado en un presente imprevisto en el que irremediablemente les tocaba pasar varios momentos del día sentados frente a frente, mirándose sin verse, cada cual ensimismado en sus desacopladas y poco afortunadas permanencias; rutina que lucía resquebrajada y sin que, por causas bien distintas, ninguno hiciera, o supiera hacer, por suavizarla o aligerarla, o simplemente evitarla. Es cierto que el anciano ya no tenía mucho que decir, amén de sumar años que iban deteriorándolo poco a poco y comparecer a los requerimientos de un hijo que había dejado de verse borroso para en muchos momentos casi no verse, incluidos esos fugaces instantes en los que su pensamiento, o lo que fuera que quedara, se demoraba, o perdía, entre circunvalaciones y casualmente reconocía el rostro que tenía delante y le estaba dirigiendo la palabra. No todos los días, tampoco sabría decir cuáles o cuántos porque su tiempo se disponía habitualmente en función de actividades e inercias que lo llevaban de un sitio a otro sin que supiera muy bien dónde o por qué.
El hijo no era el padre pero cada vez se veía más en él, el mismo rostro con algo más de contenido al que sumar las huellas del inflexible paso del tiempo. Era cierto que al margen del trabajo y sus obligaciones, tanto las inevitables como las inventadas, no tenía otro a quien mirar con más o menos detenimiento, ni siquiera amigo, y que al tiempo pudiera devolverle su correspondiente parte de verdad; si es que en el fondo la había, tanto en lo que hacía como en lo creía o vivía. Obligado a compartir techo con el anciano el motivo hacía tiempo que ya no venía a cuento, situaciones y circunstancias de la vida que te llevan y traen abandonándote en un momento determinado en un lugar concreto, resultando que ese lugar es la casa de la que te fuiste tal vez demasiado pronto; aunque luego nunca te lo preguntaste. La misma vieja casa que entonces tenía metida entre ceja y ceja mientras no dejaba de inventar excusas con tal de largarse y no volver. Más o menos lo que venía haciendo últimamente, pero en este caso el lugar donde no quería volver era a su cabeza, a las preguntas, tanto a las de antes como a las que ahora tocaban, para lo cual se había confeccionado un apretado y despótico horario que ningún cuartel se atrevería a imponer con tal de mantener a una tropa tan apaleada como sumisa.
Territorio en el que estaba incluido un brusco e inesperado regreso que seguía cerrado a cal y canto, por cercanía en el tiempo y por el autoconvencimiento de que fue debido o provocado por casualidades que en su momento no pudo evitar -además de obviar directamente su nulo interés y mínima predisposición a sortearlas. Demoradas de forma indefinida las explicaciones, o directamente evitadas y nunca requeridas -cuestiones de necesidad imperiosa-, se trataba de, una vez instalado, idear un plan a largo plazo que en el fondo tenía como objetivo no dejar espacios en los que distraerse o perderse, priorizando la realidad más inmediata, la de todos los días, incluida la atenta y diligente atención al anciano -por aquello de la sangre-; cuestión y tareas que, dependiendo del día, le parecían tanto una bendición como un castigo. La persona que varias veces al día tenía delante, sentado enfrente, congregaba en su rostro un sinfín de recuerdos que en muchos momentos le resultaban extraños, como si no fueran suyos, pareciéndole en ocasiones más bien una impostura en la que esforzarse buscando referencias pasadas. Algo que suele hacerse cuando todavía sigues en el mismo lugar sin hacerte preguntas y así lo asumes y aceptas; que te guste o no es otra cuestión.
De ese modo pasaban los días, conviviendo atrapados en una realidad poco comunicativa salpicadas de penurias de distinto signo y fisonomía, las de una parte desgraciadamente inevitables debido a la edad y las de la otra voluntaria y también obligadamente inevitables; viéndose sin apenas nombrarse y en ocasiones tal que desconocidos inseparables, cada cual enclaustrado en su propia cabeza por diferentes y al parecer indecibles motivos, con escasos lugares o momentos en los que sestear solazándose rememorando recuerdos, lugares y referencias comunes al margen y por encima de las circunstancias que en la actualidad les hacían permanecer únicamente como padre e hijo.