Volvía a perder el tiempo y no tenía sentido -si es que alguna vez lo tuvo-, pero no se le iba de la cabeza. Tampoco venía a cuento quejarse, una vez más, tanto de su desleal y traicionera precipitación como de su permanente deseo de agradar, ya que siempre le habían traído más sorpresas y disgustos de los previstos, y en este caso ambos, al unísono, habían vuelto a interponerse entre la razón más sensata y el sinsentido de uno de tantos comportamientos absurdos y desproporcionados que con el paso del tiempo acaban convertidos en costumbres, que más bien parecen lápidas que la humanidad se fuera imponiendo con tal de encerrarse e impedir la entrada de luz en su tan difuso como poco prometedor futuro.
Había entrado al trapo sin pensárselo dos veces, lo habitual -daba igual que todavía siguiera pensando que solo era una broma que acabó enredándose más de lo debido. Porque aquello se fue enrevesando hasta llegar al no lo dices en serio -incluida la cara que se le quedó y que no supo disimular-, al qué te apuestas seguido del no eres capaz, para finalizar con el desafiante y ahora te vas a rajar que tuvo como resultado inmediato la consiguiente chulería por su parte de si crees que me vas a torear o hacer que me desdiga… pues soy el padrino. Punto final. Ahora tocaba tragarse precipitación y bravatas y cumplir su palabra asumiendo unas consecuencias con las que no quería liarse más de lo que ya venía haciendo. Se hace y basta.
En el fondo siempre había sabido que su sobrina pasaría por la vicaría, aunque nunca imaginó que a él llegaría a afectarle de ese modo. Sabía que la cantinela, presunta advertencia o amenaza de que ella se iba casar por la iglesia no era tal; le gustaban y emocionaban ese tipo de fastos, diría que hasta le apasionaban, tanto los preparativos, los inevitables vestidos como el boato; el resto, la fe, la devoción y la creencia le daban igual. Habituada a conseguir lo que se proponía, cayera quien cayese, no tenía nada de extraño que para adornar su capricho hubiera elegido a su tío más recalcitrante; el problema era cómo llevárselo al huerto, convencida de que en el momento definitivo no se echaría atrás y apechugaría con su palabra, costara lo que costase.
Así que ahí estaba, aguardando de pie derecho, medio colocado por el tufillo que desprendían las dos ancianas que le antecedían -¿qué le irían a contar al cura?-, a un par de metros del confesionario. Con el agravante de que ahora las cosas se decían muy serias y la Iglesia obligaba a los intervinientes en los casamientos a pasar por el “Cuerpo de Cristo”; que la devoción y sinceridad de los confesantes les importara o preocupara era otra cuestión. Se trataba de otra rutina que recuperar, otra práctica y su sagrada permanencia; irlos trayendo poco a poco al redil, incluso a los más pertinaces, obligándolos a postrarse tragándose su orgullo. Sumisos y resignados, pero en el fondo temerosos como buenos cristianos. La cuestión era revitalizar la regla, fortalecerla, porque el tiempo, la duda, el temor y la poca cabeza de los fieles haría el resto.
Y qué cojones le iba a contar al tipo agazapado detrás del enrejado; qué le importaban a aquel mastuerzo sus cosas, su vida, tanto si era bueno como si era malo, además, ¿qué significaba ser bueno? Cómo sabía si le hablaba un pecador redomado o simplemente le estaban mintiendo con tal de salir del paso. Menudo hipócrita. No había ha vuelto a verse en semejante tesitura desde los días de su infancia, y entonces porque no había más remedio. Crecían permanentemente asustados y pasar por el cura era lo normal, no se podía hacer otra cosa -mucho menos un crío. Era lo correcto, una costumbre o una obligación que cuando tuvo algo más de un dedo de frente dejó definitivamente porque más bien le parecía un interrogatorio cotilla y capcioso por parte de un desconocido en el que jamás confió; un meticón riguroso e impasible actuando como representante de un supuesto poder que tampoco entendía. La escenificación de una especie de farsa que te obligaba a rebuscar en tu cerebro de niño males que ni sabías ni entendías, hasta el punto de llegar un momento en el que todo lo que hacías parecía pecado. Si dudabas es que era malo, por si acaso, pero entonces no acababas nunca… y cómo le ibas a contar tantas cosas ¡qué vergüenza!
Permanentemente a cuestas con una sensación de peligro, culpa y remordimientos que nunca desaparecían del todo, como si pensar fuera el mismísimo demonio incrustado en el cerebro y obstinadamente empeñado en llevarnos por el mal camino, haciéndonos dudar o simplemente preguntándote. Suspendidos en un especie de cautela absurda en la que el simple hecho de mover una mano podía convertirse en pecado -¡joder! si solo eran niños.
Tan enfrascado estaba en su tardía e inútil reflexión que cuando quiso darse cuenta se hallaba, tal que un autómata, arrodillado ante aquella siniestra y oscura casucha… ─ Ave María Purísima…